Viajando por un país de reconocido civismo y admirada modernidad, me encontré con un artefacto magnífico: consiste en una escala mecánica de regular ancho, cuya particularidad reside en activarse mediante sensores una vez que la toma un usuario. El prodigio está en que la escalera se mueve en la dirección en que ingresa el ciudadano, es decir, es reversible según quien la necesite. Una vez que el pasajero la deja, el motor se detiene y queda en reposo, esperando tomar la dirección de quien vuelva a solicitarla. Resulta fantástico que la máquina no consuma energía cuando nadie la usa, además de la considerable economía de espacio y la operatividad del hecho que el inteligente aparato se adapte a las necesidades del flujo. Pero lo más fabuloso es que la oruga trepadora es una estupenda metáfora de una sociedad urbana culturalmente horizontal.
Porque inmediatamente pensé en muchos lugares de Chile que se beneficiarían de poder instalar una máquina así, pero se ofuscó mi sueño cuando figuré la monumental gresca que podría desencadenar el cotidiano encuentro de dos intereses contrapuestos. Un artilugio de esa naturaleza no solo requiere esperar el turno, sino comprender, desde la profundidad del intelecto, que la necesidad de quien la está usando es tan relevante como desconocida. Fui testigo de cómo mujeres de edad esperaban pacientes a que bajara un grupo de jovencitas, o cómo el flujo peatonal se pausaba para permitir que alguien necesitado la tomara. Ningún gesto extra de efusividad fraternal, ningún eslogan solidario, ninguna arenga de patriota: solo cultura cívica arraigada en los huesos. Tan natural, tan espontáneo, que conmueve por lo distante. Algún día, ojalá pronto, llegaremos a incorporar un concepto de horizontalidad a nuestra cultura urbana y comprenderemos que quienes comparten nuestro espacio tienen necesidades tan relevantes como las nuestras. Estaremos innatamente atentos a ellas -sin parafernalia mediante- y entenderemos para siempre que no nos hace más importantes estar arriba o abajo de la escala.