La realidad tiene muchas maneras de inmiscuirse en el proceso de la escritura. Algunas veces se trata de intervenciones benéficas -paisajes propicios observados desde la ventana, una frase feliz que viene de un televisor en la pieza vecina-, pero en otras simplemente son obstáculos, interferencias, temas metidos con fórceps por teléfono, que nos hacen perder el equilibrio anímico necesario para avanzar en los médanos de las palabras. De ahí la idea del escritor como neurótico o forzoso ermitaño.
Los que nunca han tenido que solucionar problemas por escrito, ignoran por cierto la especificidad del oficio. No tienen por qué conocer esa antojadiza capa de silencio que los escritores deben extender psicológicamente antes de teclear una letra, esa especie de desnudamiento budista del pensamiento imprescindible para producir algo al menos parecido al pensamiento.
Un amigo cuyo padre vivía de la literatura me confesó que durante toda su niñez lo vio como un ogro, como alguien dedicado más que nada a preservar al interior de su casa un silencio antinatural. Lo imagino con el colon en la mano ante cualquier risotada, carrerón o querella de los niños. Conozco el caso por experiencia propia y me desagrada el rol. Recuerdo haber exigido también silencio a la gente cercana para finalmente no prosperar en nada y pasarme las horas dando vueltas alrededor de una pantalla prendida, hablando solo y fumando en exceso, como ese escritor fracasado que retrató tan bien Roberto Arlt en uno de sus relatos.
Edwards Bello decía que podía detectar en sus textos qué cambios de tema correspondían a interrupciones. Allen Ginsberg dedicó un poema a sus amigos que llegaban a tocarle el timbre cada vez que una idea luminosa le generaba ese vértigo inicial que antecede a la aparición de un texto literario.
Es extraño que una disciplina que saca todo su caudal de aquella esfera consensual que llamamos realidad, deba ejecutarse en un lugar aparte, en un recodo o un pliegue de dicha realidad. El cantante Atahualpa Yupanqui contó en una entrevista un consejo que le había dado Herman Hesse para escribir sus cosas: poner el despertador a las cuatro de la mañana y trabajar hasta las siete, antes de irse a "enfrentar el mundo", o sea, al trabajo propiamente tal.
Las horas de la noche son favorables para iniciativas de este tipo, no por el subentendido romántico que involucran, sino porque son el lapso en que la demanda implícita de la presencia del otro aminora o retrocede. Los cabos sueltos, los asuntos pendientes, las ofensas no reparadas, las promesas no cumplidas, todo aquel espesor de la interacción humana se diluye temporalmente como si entráramos a una dimensión distinta.
Lo mismo sucede con la lluvia y las tormentas, que despiertan en nosotros la paz atávica del hombre de los tiempos remotos, consciente de que el tiempo tempestuoso disuade a los depredadores y a los invasores.