La expresión "brotes verdes" fue usada por primera vez por un ministro de Hacienda del Reino Unido durante la recesión económica de 1990-1991. En tiempos de sequía y desertificación tan evidentes, esa imagen que apunta a signos de esperanza y revitalización me parece una metáfora feliz, de la que se ha abusado un poco en estos días y en una sola dirección.
Me alegra que no sea un tecnicismo de la jerga economicista el que haya infestado nuestro lenguaje, como suele ocurrir con frecuencia, sino que sea esta vez una imagen de la botánica, o sea de la vida, la que ilumine el reino abstracto de las cifras y los índices.
Las últimas noticias que nos llegan de la economía y la política no pueden ser más desalentadoras: desaceleración mayor de la esperada en la economía, caída libre en la aprobación a la clase política, desde la máxima autoridad de la república, incluyendo a su coalición y a la principal coalición de la oposición. Todo, todo está en el suelo o a punto de derretirse o derrumbarse. ¿Dónde buscar, entonces, los brotes verdes? Parece haber razones fundadas para entender ese pesimismo creciente que se ha ido apoderando en estos meses de nuestro estado de ánimo nacional. El fútbol -con su épica propia- podría ser un brote verde. A pesar de que también este deporte ha sido secuestrado por la farándula y la usura, hay algo todavía noble y genuino en la historia de los once guerreros de esta selección que ha generado una catarsis colectiva y un relato común. Claro que este no puede ser nuestro único brote verde. ¿Pero dónde buscar lo nuevo y germinal que no sea mera "aspiración" o "proyecto"? Nuestras expectativas no pueden ser tan precarias como para pensar que, porque la economía y la política se desploman, todo está perdido. Hay más, muchísimas más dimensiones en la realidad humana que las de la macroeconomía y la macropolítica. En las grietas de las rocas de los países del norte de Europa suelen brotar las llamadas flores saxífragas. No hay nada tan hermoso como imaginar una saxífraga estrellada naciendo en el intersticio de un muro devastado. Esa hierba que florece de noche es la que hay que buscar también aquí, con ardiente paciencia y con pasión de botánico o espeleólogo, con una lupa que permita ver lo grande en lo pequeño. Chile es un país muy largo (y es verdad que, a veces, un poco estrecho), pero en esta loca geografía de rincones hay muchos hombres y mujeres, y sobre todo muchos jóvenes, que están llevando adelante proyectos inusitados y riesgosos, sueños cargados de ilusión y gratuidad, y todo eso tiene un olor a futuro que nos puede devolver el alma al cuerpo. Cada vez que voy a ver una buena obra de teatro dirigida por jóvenes talentos en teatros "marginales" repletos de público joven, o cuando me invitan a conocer una comunidad de personas que están recuperando de manera creativa e inteligente el alicaído campo chileno, o cuando escucho historias de pioneros de toda especie en las latitudes más extremas, me recargo de vitalidad. Entonces apago el televisor y espero. Porque hay que esperar con serenidad que se caiga todo lo que quede por caer todavía y también hay que esperar que florezca todo lo nuevo que tenga ímpetu por nacer. Hoy esa doble espera es crucial. Y la espera tiene un tiempo, un ritmo, que no es el que dicta el vertiginoso curso de la decadencia de un mundo que termina. Esa es la velocidad de la entropía, del desplome. La espera, en cambio, es lenta y paciente y sabe regar los innumerables brotes verdes que silenciosamente están germinando por todas partes. Como la historia de ese monje zen que regaba todos los días su árbol seco, ante la incredulidad y burla de sus escépticos compañeros. Y tú ¿no has visto brotar uno, todavía, cerca de ti, o dentro tuyo? Cuando sean miles los brotes verdes que nos rodeen, cuando todas las islas del tesoro formen un archipiélago, entonces la espera pasará a llamarse esperanza. Lo que tanto nos hace falta hoy.