Es un hecho incontestable que la modernidad nos ha vuelto ambiciosos: desde que apareció la industria editorial, en el siglo XIX, la mirada social sobre los escritores -incluida la que tenemos los propios escritores sobre nosotros mismos- tiende a dividirnos entre aquellos que tienen éxito y aquellos que no lo tienen. Contrariamente a un poeta de la Edad Media, cualquier escritor que tome la pluma en nuestros días lo hace movido por la (¿sana?) ambición de ver su obra publicada -se trata de firmar y de "afirmarse"- y ojalá lo más difundida posible. ¿Quién no ambiciona que al menos uno de sus libros se transforme en un best seller ?, ¿quién no sueña con ser traducido a la mayor cantidad de lenguas posible? El que lo niegue, que tire el primer manuscrito...
Para un poeta del medievo, como François Villon o como Juan Ruiz (el famoso Arcipreste), escribir era sobre todo copiar un modelo, adaptándolo, probablemente mejorándolo, pero tanto el Arcipreste, como Villon, como Juan de Mena o el Marqués de Santillana se llevarían una formidable sorpresa (no necesariamente agradable) al ver que en nuestros días el escritor forma parte de una industria, al menos aquellos que alcanzan el tan mentado éxito y aparecen en televisión, asisten a bodas reales, cenan con presidentes y sus romances se ventilan en las páginas de la farándula mundial (véase el caso del último Nobel latinoamericano).
Sin duda, tantas mundanidades no tienen nada que ver con el espesor y el alcance de una obra, pero sí establecen socialmente al escritor. Y a veces repercuten en la valoración de una obra. En Chile, por ejemplo, los dos últimos Premios Nacionales han sido dados con la misma fundamentación: por lo mucho que ha contribuido el escritor o la escritora en cuestión a la imagen de nuestro país en el extranjero (y cuidado, no estoy objetando la calidad de la obra de Skármeta o de Isabel Allende, no es el propósito de estas líneas, digo simplemente que las instituciones que forman el campo literario son permeadas por una valoración basada en la impronta social del escritor, prescindiendo de un examen estrictamente literario). En el lado opuesto, los escritores que se resisten a formar parte de la industria, los que hacen aquello que podríamos llamar, con un magnífico pleonasmo, "literatura de autor", se instalan en el núcleo duro del canon, que tiende a ser absorbido tarde o temprano por la industria, véase el caso de Bolaño, probablemente el más paradigmático de los últimos tiempos en este sentido.
Ahora, si Bielsa, que es un intelectual del fútbol, dijo que lo importante era fracasar... nosotros podríamos decir: lo importante en literatura es tener presente la idea del fracaso, más que la del éxito. En primer lugar, porque el fracaso está asociado a la raíz de toda escritura. No es que vaya yo a sacar ahora la noción de "cesura ontológica" tan cara a los románticos, pero si viviéramos en un mundo perfecto (como creía el Cándido de Voltaire), si viviéramos en la dicha y en la completud, ¿para qué escribiríamos? Escribimos porque al mundo le falta algo o, mejor dicho, escribimos para desentrañar algo. Y ese algo es: sentido. El absurdo, decía Camus, nace de la falta de respuesta del mundo ante la interrogante del hombre. ¿Se "casa" esto con un best seller ? Puede ser. El propio Camus lo es. Y no deja de ser paradójico.
El gran moralista que fue Julio Ramón Ribeyro tituló su diario La tentación del fracaso , porque precisamente esas páginas dan cuenta de la relación, siempre compleja y equívoca, entre escritura y vida. ¿Qué significa escribir, qué significa el éxito? Para algunos, será alcanzar cientos de miles de lectores; para otros, sencillamente lograr un texto que los satisfaga íntimamente. Lacan, que no por nada intentó el psicoanálisis de Joyce, estableció el binomio "publication/poubelisation", donde "poubelisation" es un neologismo que significa algo así como "basurización". En estos tiempos en que obedecemos como nunca a la dictadura del deseo -deseo de triunfo social, de objetos que en su defecto lo reemplacen, deseo imperativo de "felicidad" y de eso que la publicidad llama "pasión"-, el escritor debería saber que tiene que estar en otro lugar, en una especie de no-lugar. "Un escritor -escribió Abelardo Castillo- es, tal vez, un hombre que establece su lugar en la utopía". Y Gonzalo Rojas, en una línea memorable, dijo: "Hombres de poca fe, piensen en el cántico".