La inesperada y tristísima partida de Carlo de Gavardo deja a Chile sin el principal exponente aún en competencia del concepto de deportividad, un bien cada día más escaso por estas tierras.
Su intensa carrera fue y será un ejemplo genuino del respeto por el rival, por el cumplimiento de las reglas, por la disciplina y una voluntad inquebrantable, propia de quien llega desde el más profundo amateurismo de una especialidad desconocida y que debe forjarse su particular destino de la mano de resultados.
De Gavardo debió competir con verdaderos monstruos en el Mundial de Rally y paralelamente educar a una audiencia que lo admiraba y se sorprendía con su audacia. Asumió tempranamente y con total naturalidad que su éxito deportivo cargaba una enorme responsabilidad social, pero sus vínculos con el mundo institucional y la esfera privada no solo fueron parte de una estrategia para construir una imagen y financiar su carrera, sino que también para transmitir un mensaje que mezclaba el autocuidado con el fair play , el juego limpio del que escribió varios capítulos.
Aprovechó la popularidad de su condición de exitoso motociclista en diversas campañas solidarias sin que detrás hubiera ese odioso cálculo político al que otras personalidades del deporte nos tienen tan acostumbrados. Ese espíritu que le permitió superar graves lesiones lo supo conjugar con un corazón lo suficientemente generoso para entregar experiencias y conocimientos a las generaciones más jóvenes, que hoy lo lloran como modelo, líder y precursor.
La muerte de De Gavardo entraña una pérdida de referencias para el deporte chileno que aún no calibramos. Pero que hoy más que nunca tiene una expresión sensible cuando le pedimos a los jugadores de la selección que consideren su conducta dentro y fuera de la cancha como un ejemplo para niños que los admiran.
¡Cuánto te vamos a extrañar, De Gavardo!