Una canción de Bruce Springsteen escuchada en la radio -"Dancing in the dark"- me llevó por asociación melódica a buscar otra de Jorge González -"Mi casa en el árbol"- y a evocar con ella esa poderosa fantasía que marcó la infancia de casi todo el mundo: sumergirse hacia arriba, perderse en lo familiar, permanecer a la vez escondido y vigilante. Para ello hubiera sido necesario que alguien nos construyera una casa en alguno de los árboles del patio, cosa que, al menos en mi caso, no sucedió jamás.
La casa en el árbol es, por tanto, siguiendo con mi propio cuento, un asunto pendiente, un cabo que viene suelto de los primeros años de la conciencia. No hay culpables ni responsables de este descuido. Simplemente a nadie se le ocurrió que yo tenía un deseo semejante porque nunca lo expresé. Y si lo hice, bueno, para los adultos el tiempo pasa demasiado rápido. Una casa en un árbol -al igual que una torre doméstica- es una idea que germina en mentes de extrema expansividad, en cuyas estructuras no ha entrado aún el comején de las urgencias.
No voy a hacer aspavientos de manejar los simbolismos. No sé por qué la posibilidad de recluirse en el núcleo del follaje la estimamos con notoria emoción. Quizás se trate de una regresión atávica, el reconocimiento de un hábitat diez mil veces más remoto que el amnios de nuestra gestación. Quizás se trate simplemente de ensayar con mucha anticipación una intimidad propia, alejada de los retos y de los recordatorios de obligaciones. O quizás se trate de que a los niños les gusta, como a los gatos, circunscribirse en espacios definidos.
Ahora me doy cuenta de que jamás he visto una casa en un árbol, nunca en la realidad. Sí las he conocido en historietas, novelas, películas. En Facebook circula últimamente una serie de fotos de casas arbóreas curiosas o especialmente bonitas. A una de ellas se accede por una escalera de caracol que rodea el tronco.
Árboles deslumbrantes, en cambio, conozco muchos. De todos los que recuerdo mencionaría un oscuro naranjo gigante que me mostraron en Angol y el arce japonicus que había en uno de los jardines del antiguo Pedagógico, que aparecía de lejos como una llamarada crepuscular. La profesora Olga Lolas, hacia 1980, me parece que a instancias de los conceptos de Gustav Cohen, nos pedía que lo miráramos a través de las ventanas de la sala y que experimentáramos en relación con él una especie de "encuentro interior", cosa que nunca hicimos por no entender en qué consistía y por nuestra condición de jóvenes obcecados y soberbios.
Por cierto, trepar a una casa en cualquier árbol sería una forma eficaz de vivir algo parecido a un encuentro interior. Me parece que si a uno lo dejan solo un rato largo en estas circunstancias comenzaría a descubrir zonas de sí mismo obnubiladas por el ruido mental cotidiano. No sé cómo no han inventado una terapia psicológica basada en la habitabilidad de los árboles. Aunque quién sabe. Todo lo que uno imagina ya existe.
Trepar a una casa en cualquier árbol sería una forma eficaz de vivir algo parecido a un encuentro interior.