A punto de egresar de la universidad, un grupo de compañeros quisimos continuar el proyecto colectivo que habíamos iniciado, siguiendo también una antigua tradición entre estudiantes de Arquitectura y Bellas Artes, que es establecerse en talleres para trabajar durante la etapa del título. En el verano de 1983 encontramos una curiosa propiedad en Ñuñoa: tras un estrecho zaguán se abría un enorme y silencioso predio, con varias edificaciones de madera y estuco, al estilo de las quintas suburbanas de comienzos de siglo; con amplios recintos, un pequeño patio y un gran terreno trasero. Aunque estaba en ruinas, la propiedad mantenía una cierta dignidad y podíamos remozarla con poco; el arriendo era razonable y sus 30 habitaciones nos permitirían instalarnos holgadamente y subarrendar para financiar la operación.
Firmado el contrato con los avales correspondientes, durante ese verano, gracias a un pequeño préstamo y colectas, rehicimos estucos, carpinterías, pavimentos, instalaciones eléctricas; decoramos y pintamos, hicimos jardín; incluso instalamos un dispositivo que nos permitió cubrir el patio para organizar eventos. Abrimos una cocina colectiva, centro social de la casa. Repartimos espacios de trabajo y arriendo y, con gran esfuerzo para esa época, compramos un piano e instalamos una línea telefónica. Nos habíamos hecho un lugar para llevar adelante nuestras ilusiones y proyectos; un refugio, un mundo propio con qué suplir el vacío de un mundo exterior por entonces muy opaco. Lo bautizamos "La Caja Negra".
La casa fue un lugar de encuentro y producción cultural mucho más amplio y pluralista que lo que habíamos experimentado en la universidad, pues nuestros inquilinos y visitantes provenían de muy diversos ámbitos. Fue un lugar que se prestó para el debate y la creación multidisciplinar. Se hicieron aquí producciones audiovisuales, montajes de espectáculos dramáticos, poéticos y musicales, pródigos en efectos y dispositivos escénicos. Recuerdo esos eventos en el patio principal, de noche, repletos de un público alegre y embelesado.
Dos años más tarde, la mayoría de los fundadores ya nos embarcábamos en otras direcciones. Fuimos abandonando la casa y dejando, detrás del estrecho zaguán, un mundo propio repleto de experiencias, convicciones y recuerdos entrañables. También cambiaban los tiempos: se vislumbraba una transformación política y con ella nuevas responsabilidades personales. La casona de Irarrázaval había cumplido, al menos para nosotros, su destino. El mágico lugar seguiría vivo por otros 30 años bajo el mismo nombre; genial, estoico, testimonio de nuestra voluntad. Otros tomarían sus riendas. Mal que mal, nos quedaba la vida entera por delante.