Anteayer, los santiaguinos supimos que el aire estaba más envenenado de lo que creíamos, de acuerdo a lo que las autoridades nos habían informado durante años. La ciudad despertó a su verdad, una de esas que nunca es grato ver y, mucho menos, respirar. Ya habíamos sentido a la sequedad entrar sigilosa en nuestros jardines y nuestros cuerpos. A las puertas del invierno, comenzábamos a sentir nostalgia de la lluvia (que para muchos de nuestros hijos ya es solo una palabra), pero ahora nos enteramos de que nos estamos muriendo en cámara lenta. ¿Pero se trata solamente de saber la cantidad de metros cúbicos de agua caída a la fecha, o el nivel de concentración de partículas contaminantes en el aire? En realidad, esta sequía pertinaz, que es el síntoma más visible de la desertificación en curso, es la consecuencia de otra desertificación más devastadora: la desertificación interior de nuestra civilización. Este no es un arrebato apocalíptico mío, el Papa Francisco lo acaba de decir con todas sus letras en una encíclica que clama en el desierto. ¿El Papa está loco o es el mundo el que enloqueció? El pensar calculante está destruyendo la Tierra y en poco tiempo el agua y el aire serán bienes escasos, no elementos vitales. Neruda tenía razón cuando clamaba en una Oda: "Aire: ¡que no te entuben!". "Aire: que no te vendan", añadió este niño malcriado por la lluvia del sur. A los bosques talados y a las aguas contaminadas, corresponde la conciencia envenenada por la confianza ciega en la técnica y la economía. El hombre tiene ahora dos desiertos de los cuales hacerse cargo: uno fuera de sí y el otro, el más importante, dentro de sí. ¿Asumirá por fin su responsabilidad ética y espiritual o le entregará una vez más la solución de sus problemas a los especialistas, los técnicos, los nuevos "brujos" de la tribu?
¿Pero qué harán esos brujos cuando el hombre tenga sed y no encuentre agua ante sus manos vacías? ¿O cuando se arrodille y busque su rostro sobre un espejo seco? Sin fe en las rogativas ni en nada que no sea "empírico", ¿cómo esos nuevos "chamanes" le pedirán al cielo que cumpla su labor? En los labios del hombre ya comienza a sonar la palabra "lluvia", primero con anhelo, luego con desesperación. ¡Lluvia! ¡Lluvia! Muy pronto ya no serán sus clamores, sino sus lágrimas las que caerán sobre las grietas de una tierra seca. Y si alguien inventa un Arca, ¿cómo ella podrá cruzar un inmenso mar muerto? Lleno de miedo, entonces, el hombre se armará hasta los dientes, se inventará enemigos y guerras, buscará el agua en la tierra de los otros. Pero tarde o temprano terminará por encontrarse con la única guerra real: la del combate consigo mismo, con su propia sombra.
Todo esto pensé y sentí al despertar anteayer, el día de la "emergencia" ambiental, y ver que una masa oscura y espesa subía desde el centro de la ciudad hasta cubrirla entera. Por primera vez, tuve la sensación de que no había cómo escapar de esta bella ciudad envenenada. Aquí nací y jugué como todos los niños de mi edad sobre los charcos dejados por la lluvia, aquí he visto los crepúsculos más encendidos de la tierra (esos que el mismo Neruda inmortalizara en "Crepusculario") y los cielos más abiertos y unas estaciones claras y distintas: otoño, invierno, primavera, verano. Miré la cordillera y me di cuenta de que no había nieve. Respiré una bocanada de aire seco y sucio. Abrí mi computador, busqué pero no encontré ningún programa que hiciera llover. Me sentí adentro de un cuento de Ray Bradbury. Tal vez solo quedaba mirar al cielo y rezar. Y rezar una plegaria con olor a lluvia y con palabras limpias y nuevas. Como si este fuera no el último, sino el primer día del mundo. Una plegaria desesperada que le enseñara otra vez al hombre a regresar al origen, allí donde siempre ha habido agua y luz y aire. ¡Aire! Cómo resuena esa palabra dentro de mí y me oprime el pecho: ¡Aire!