Resulta imposible hablar hoy en Santiago de algo sin que termine o comience en condena. Incluso los más benévolos hablan de perdonazos. Nadie que yo sepa habla de compasión, de comprensión. Pasa esto en las páginas del diario y también en las de Facebook, donde te enseñan cómo eres un monstruo machista sin saberlo y se discute intensamente el buen gusto de los chistes, los murales y la legitimidad y se decretan linchamientos como si se tratara de fiestas de cumpleaños.
Los personajes que surgen del diario todos los días son ricos en matices, en complejidades, en errores y horrores, pero resulta a la postre frustrante que ninguno parece siquiera por un instante preguntarse ¿y si yo fuera tú? ¿Qué habría pasado si yo fuera tú? El martillero no es empresario, el recaudador no es un militante, el político corrupto no es también alguien que cree sinceramente que trabaja por el país. El otro es en la cabeza de los personajes de estas novelas posibles, pero también en sus improbables lectores, siempre el otro, alguien que pertenece a otra especie que merece de alguna forma extinguirse. Somos un rol: el rey, el periodista, el traidor, el héroe, llamado a decir nuestro parlamento y después volver al camarín a llorar solo.
Inventarles nombres raros a pueblos gnomos y cabezas a monstruos desconocidos no es el tipo de imaginación que se les pide a los novelistas que se respeten. La imaginación que el novelista está llamado a desarrollar es la imaginación moral. Kafka llama a sus personajes con una inicial apenas como apellido, pero lo despierta como víctima de un proceso del que no entiende la causa. Nabokov, al revés, nombra su personaje y lo dota de una voluntad suprema y supuestamente invencible, convirtiéndolo en un pederasta cornudo que consigue lo único que no quiere conseguir: la piedad del lector. Raskolinkov se convierte en un ser humano después de cometer el impiadoso crimen de matar a un ser indefenso.
No todas las novelas deben plantear dilemas terribles, pero no hay novela sin esa sensación de que no estamos solos en el mundo, que lo que hacemos o no afecta una serie de actos y hechos desconocidos y misteriosos, como la campanilla que a miles de kilómetros mata al mandarín en el cuento de Eça de Queiros. Cuando había dios y dioses era fácil pensar que éramos todos hermanos, que éramos todos iguales; la novela moderna se pregunta justamente cómo se puede vivir la igualdad ante la ley o las urnas cuando no hay un dios que explique que nuestras visibles diferencias son a sus ojos detalles. La mayor parte de las novelas que me importan intentan justamente ver qué lazo queda entre los hombres cuando no hay ninguno que se impone naturalmente, que nos obliga en el fondo a agacharnos, a callarnos, a no matarnos ni matar a todos los demás, cuando no hay un dios que lo ordene. Por eso casi todas las novelas son novelas de amor; por eso casi todas terminan mal.
Pienso muchas veces en que el auge de la "literatura del yo" tiene que ver con eso. En sociedades que asumen la desigualdad como un hecho de la causa, preguntarse por la relación entre los individuos, querer -como Balzac- construir una ciudad de personajes que pudiera reemplazar la ciudad real, resulta innecesario y en cierta medida artificioso. Lo que queda son historias de individuos que afirman a través de la escritura su singularidad. Voces que tienen una forma propia de contar su historia.
La literatura ha renunciado a ser abogado, fiscal, juez, jurado, o hasta culpable; quiere ser testigo, y solo testigo, ojalá lo más parcial (o sea, inocente) de los hechos. La ambigüedad moral de Nabokov contando el abuso más descarado de una niña como una historia de amor; la crueldad de Kafka convirtiendo señores en cucaracha, o la de Stendhal de darle el encanto de un héroe a un arribista que se hace seminarista sin fe y mata a su amada para que no impida su ascenso, es algo que creo que es difícil de aguantar entre escritores de hoy, que generalmente escriben para gente sensible que se sabe o se quiere saber víctima, y nunca victimario.
Hablando el otro día con Jerome Ferrari, el autor de la estupenda novela Sermón sobre la caída de Roma , nos acordamos de Bernardot y Mauriac, esos católicos apostólicos romanos que no temían contradecir a su iglesia, que llenaban sus libros de verdaderos infiernos de provincia, nidos de víboras bajo el sol satán. De alguna forma el ateísmo más o menos inconsciente nos ha hecho más beatos, más temerosos, más parroquiales que el catolicismo de esos franceses. La novela de Ferrari se sumerge en la vida de unos estudiantes de filosofía que intentan encontrar un sentido a sus vidas administrando un bar en Córcega. Entre capítulo y capítulo cita pedazos del sermón con que San Agustín culpaba a los romanos (o sea, a él mismo) de la invasión de los bárbaros que estaba acabando con su forma de vida. Este es el caso más patente y raro de imaginación moral que conozca, la que lleva a pensar que tú tienes la culpa de ser invadido, pero a la larga esa extraña manera de pensar el mundo fue lo que terminó por fascinar y convertir a los bárbaros. Roma, la forma de vivir y pensar romana, se salvó quizás por eso, por el ejercicio suicida de imaginar que sus enemigos también eran ellos mismos.