Llena de esperanza observo los estadios de la Copa América, que muestran un cierto equilibrio territorial en la calidad del equipamiento deportivo. Esto se ha alcanzado después de sostenidos programas estatales que han dado a luz una veintena de flamantes coliseos. Pero, no hace mucho, fuimos testigos del estado de desahucio en que muchos vetustos recintos deportivos apenas lograban defenderse de la obsolescencia y la presión inmobiliaria. ¿Qué nos asegura que en algunos años más los nuevos estadios no sean otra vez una ruina decrépita? Los mismos fantasmas rondan amenazantes: clubes de fútbol famélicos, falta de público, encarecimiento del valor de suelo y nuestra incapacidad cultural de mantener el espacio.
Lo más preocupante es que las nuevas obras repiten la especificidad funcional de los antiguos elefantes blancos, fortaleciendo la hegemonía espacial del fútbol y del deporte federado. En estos estadios se considera al público más como un espectador que como un deportista y, al deporte, como un espectáculo más que como una actividad física.
Se hace necesario un cambio en el paradigma de planificación de los recintos deportivos que fortalezca el desarrollo de infraestructura para el deporte ciudadano y, a la vez, asegure su conservación. Un estadio deportivo debe ser abordado como un proyecto estratégico, una obra cuya envergadura resuelva muchas tareas urbanas y cuya implementación se vuelva una meta urgente para las comunas y ciudades. Los estadios son de interés civil, por sus prestaciones en casos de excepción y emergencias; de interés público, por sus servicios sociales y ambientales en integración a áreas verdes, y de interés urbano, por el potencial de desarrollo asociado. Cuando dejemos de pensar los estadios como un mero templo para el fugaz espectáculo y el frívolo consumo, estas grandes catedrales posmodernas podrán ser los nuevos centros estratégicos de producción de deporte, cultura y recreación que requieren las ciudades.