Cuando recién comenzó, al Köök le faltaba mucho para ser un restaurante en toda la regla. Bien ubicado y con una preciosa terraza interior, su comida no destacaba especialmente. Pero todo cambió. Ahora es un lugar al que realmente es un agrado ir. Incluso con el público, antes más homogéneo y ahora más "salpicado", lo que le pone onda y ambiente. Si bien la anfitriona no es un "chiche", la mesa al lado de las enredaderas es un agrado en este otoño. El servicio, un mal punto anterior, ahora es un must. Garzones entusiastas que detallan los platos más solicitados y celebrados.
Para empezar, un camembert asado, con salsa de berries y miel al pistacho, delicioso. Así como los fritos de chupe de jaiba y ají de gallina con salsa de maní. Luego, el plato estrella: el atún con llapingachos y reducción de soya con rocoto, algo así como atún sobre tortilla de papa con sofrito de achiote y queso. Espectacular de pinta y muy logrado. Lo mismo, con estofado de osobuco y un simple, pero sabroso y delicado tabulé de quínoa y camarones.
Para compartir un volcán de chocolate preciso y en su punto, y buenos vinos y espumosos por copas. Definitivamente, un lugar al que hay que ir. Tranquilo, estiloso, bien servido y con una cocina muy basada en el producto, con toques asiáticos, americanos y, sobre todo, bien logrados. De menos a más. Todo un logro.
Tampoco hay que dejar de ir al Nolita, de Isidora Goyenechea. Un clásico que marcó época, pero que sigue siendo un estupendo lugar para disfrutar de sus frescas ostras, con gotario para el vodka, y ese imperdible rollito de salmón y ricota con ciboulette. Maravilloso.
Siempre un servicio profesional y atento, que sirve esa panera con delgados grisines y pan artesanal, que acompañan gustosos una sopa de almejas, la clásica neoyorquina que abriga cualquier frío o mal tiempo que se tercie. Aunque no suele salir demasiado en la prensa, los clásicos guardan pudorosa compostura, es una visita que siempre será un agrado. Definitivamente.