Estoy con una impaciencia creciente porque no parte de una vez la discusión constitucional. Pude comprender, en efecto, que en el programa de Gobierno (2013) no se incluyera una definición del procedimiento institucional para la generación de la nueva Constitución y ya me pareció algo más extraño que en el primer semestre del Gobierno se anunciara su postergación para el segundo (2014). La angustia cristalizó, a principios de enero de este año, cuando se dilató para el segundo semestre (2015) la determinación del procedimiento para fijar el procedimiento: prolegómenos. Esta dilación sucesiva me frustra, ya que, como tantos, tengo mucho que opinar en la materia y para un columnista eso es motivo de inmensa paz y gratitud.
Cuando hice -por largos años- docencia en la asignatura de Introducción al Derecho, un curso de primer año, en el momento pertinente del programa les pedía a mis alumnos (divididos en los correspondientes grupos) que redactasen un texto constitucional centrado en un grupo básico de problemas previamente seleccionado. Les trazaba también una mínima circunstancia, un escenario ficticio al cual adaptar la norma constitucional. Era un período gozoso para mí y los alumnos, no solo porque me permitía descansar de la "clase magistral" (y a ellos también). El ejercicio, felizmente, me consumía varias sesiones porque además del texto escrito, producto de calurosas deliberaciones internas (recuerdo algunos espléndidos, con bastante estudio y sensatez, y también que nunca, nunca, nunca, coincidieron medianamente en uno similar), se llevaba a cabo la exposición y defensa oral del proyecto. Ah, cómo hubiésemos prolongado indefinidamente esas deliberaciones y debates, y evitarnos así seguir cumpliendo con el tedioso deber de "pasar la materia". Era una suerte de torneo jurídico.
En efecto, discutir las reglas constitucionales como si fuésemos los constituyentes era un juego a la vez entretenido y didáctico. En la Constitución, sobre todo en su parte doctrinal, se alude y regulan principios y valores fundamentales del ser humano y de su convivencia y, por lo tanto, los desacuerdos son más profundos, demorosos y difíciles de remover. Las constituciones, como la chilena actual, incluyen una visión del hombre y de sus relaciones con la sociedad y el Estado; son, en esta dimensión y en las otras con mayor razón, amplios campos para la discusión, el desacuerdo, y, por cierto, la reflexión. Una Constitución que contiene una suma jurídico-moral ejerce un fascinante atractivo para su discusión: "todos" volvemos a discutir "todo". Espero, pues, con ansia de columnista, el momento en que Chile se ponga en este estado frenético de redefinición constitucional. Sé que el camino será largo e, incluso, ya no estoy seguro de que ni siquiera veré el principio del proceso, porque no advierto en todos los políticos una análoga fascinación. Percibo en algunos, al contrario, una oscilación, un nervioso titubeo, como si instintivas luces amarillas se encendieran en su panel cerebral, las luces que quizás están captando el elemento peligrosamente festivo de este ejercicio.