Solo resta que Chile salga campeón de la Copa América para que la distorsión que se ha generado por la urgencia de ganar algo relevante sea completa y el penoso episodio del accidente de Arturo Vidal quede en la memoria colectiva como una simple anécdota, una exageración de los medios que se olvidó con la celebración en Plaza Italia. A tal grado ha llegado la ilusión de exitismo que hemos construido en torno a estos gladiadores, kamikazes o guerreros, que nos olvidamos del juego y de su naturaleza, de principios inalterables, del respeto propio y ajeno, y de la vergüenza.
El capítulo Vidal es lo peor de lo nuestro. Su embriagador accidente en el Ferrari es un reflejo opaco de una realidad que no solo permea al fútbol, sino que a una masa social ávida de triunfos, alimentada durante años con el éxito de una generación futbolísticamente excepcional, pero desprovista de la preparación cultural para absorber la creciente expectativa que sus propios talentos construyen en sus incondicionales seguidores y en un sector del periodismo que pierde su capacidad crítica porque también es heredero de una historia precaria.
El irrestricto apoyo a Vidal de parte de la gente, que en su emotividad gruesa no deja espacio para dimensionar que la irresponsabilidad del jugador fue mayúscula, ve aumentado el nivel de fanatismo y ceguera ciudadana cuando su jefe directo, Jorge Sampaoli, decide acogerlo en el plantel apelando a la fidelidad del jugador por la camiseta. Pero la argumentación valórica del técnico no es más que un acomodo ideológico a la circunstancia vital que realmente lo moviliza: ganar, cueste lo que cueste. Una ambición desmedida que se potencia con la codicia que impulsa a la federación para recaudar cuanto más se pueda y que arrastra a los dirigentes chilenos hasta llegar a la corruptela y al ocultamiento.
La interesada protección del entrenador por un incorregible Arturo Vidal descorrió todas las fronteras conocidas y puso un manto de dudas si en el pasado no hubo actos de la misma o mayor gravedad que no salieron a la luz pública. El enfermizo intento por defender intereses superiores como es ganar la Copa América, objetivo que el propio Sampaoli ayudó a edificar y que ha sido rentabilizado por toda la industria que rodea al fútbol, lo ha hecho extraviarse y desatender cánones que para técnicos de su linaje son intransables. Desde ayer, el estándar de conducta mínimo que debe tener un deportista de selección y la prioridad por la sana convivencia del grupo, porque es imposible que todos los compañeros de Vidal estén de acuerdo con su decisión, son difusos si el factor de controversia es un jugador trascendente para el esquema del entrenador.
Ya esta Copa América estaba manchada por el escándalo FIFA, que tocaba a Chile pero que no lo hería. Tuvo que ser uno de los más queridos el que nos golpeara para darnos cuenta de que ganar tiene sus límites.