Cuando yo tenía 21 años, Rodrigo Maturana me preguntó cómo andaban mis relaciones con la escritura. Le dije que tenía problemas con el cómo. Sonriendo, me contestó de inmediato: "Con el cómo, pero no con el qué, ¿no es cierto?". Asentí ante su afirmación, pero mentía. Mis problemas de entonces no tenían sólo que ver con las formas literarias, sino además con un asunto anterior: ignoraba totalmente qué era lo que quería escribir. La conversación se dio un mediodía de verano en el living de mi casa. Tengo fija en la memoria la atmósfera abombada, tamizada, de ese lugar, por cuyas ventanas abiertas entraban las guías de una espesa glicina.
Qué escribir era un enigma cuya resolución se me aparecía como urgente, dado que experimentaba el impulso obstinado, diario, hacia esa actividad que nadie me había obligado a asumir como propia. Había renunciado por lata a desarrollar una especie de fenomenología de Santiago, pero seguía de alguna manera satelitando ese tema. En las tardes de vacaciones -largas como nunca más se dieron en la vida- hojeaba viejas publicaciones chilenas, cosas institucionales, encantadoramente ridículas, porque intuía también que en el pasado había un aura susceptible de ser visualizada. Pero en cuanto a hacer algo concreto: nada de nada día tras día.
Maturana solía hacer amistades con los jóvenes, amistades que renovaba de tiempo en tiempo. Para todo el mundo se trataba de un mito vinculado a las calles de Santiago, a la picaresca local -sobre la cual era un experto-, al cine, a la mitomanía, a las épocas pasadas. Cuando me lanzó la pregunta, me dio vergüenza reconocer ante él una debilidad, un déficit. Ahora me doy cuenta de que mis escrúpulos eran innecesarios. Es habitual en los jóvenes de todas las épocas el miedo a parecer desinformados o poco inteligentes ante individuos que consideran más experimentados que ellos.
Nadie que no haya pasado por las fases obsesivas de la creación de cualquier índole puede entender el sustrato real del prurito juvenil ante el cierre de los caminos expresivos. Es una sorda incomodidad, una cuenta pendiente, una sombra que puede volverse densa y fría. A la pregunta del cómo y del qué yo agregaría otra, el para qué, pero no quiero exagerar el escepticismo. De hacerlo, a estas alturas me sentiría abusador con el joven que fui, que necesitó como factor de sobrevivencia ciertas dosis de fe y de credulidad.
Escribir el libro que se quiere leer y que no existe en ninguna parte: tal fue la divisa que tiempo después se me ocurrió como modelo para salir del bloqueo. Era una idea bonita que sin embargo no daba resultados, porque toda iniciativa literaria terminaba siguiendo sus propios caminos, y estos por lo general no llevaban a ninguna parte.
Me da la impresión de que esta situación se está dando siempre: que uno trata de escribir el libro que quisiera leer y que este se diluye constantemente ante nuestros ojos.