El término "autoridad" no goza, sin duda, de buena fama hoy. Pertenece a ese conjunto de palabras que condena al que emplea alguna de ellas a ser tildado, indefectiblemente, como "conservador" o, incluso, "ultraconservador", uno de los peores monstruos políticos contemporáneos. Espero salvarme de tan grave imputación argumentando, ante todo, que la palabra "autoridad" de la cual me apropio deriva del latín y es una noción fundamental dentro del derecho público de la antigua Roma, por lo cual constituiría, en principio, un visible anacronismo aplicarle el epíteto "conservador", recién acuñado, al parecer, por Chateaubriand a comienzos del siglo XIX.
No obstante, si nos atenemos a su acepción original -la autoridad, libre de anacronismos-, debería ser considerada dentro del dualismo "potestad-autoridad" que surge y recorre la institucionalidad política romana desde la fase pre-cívica pasando por la monarquía, la República y el Imperio, noción fundamental, en la medida que se logre el equilibrio y complementariedad entre aquellas, para la estabilidad de la comunidad política, la llamada concordia civium.
Así, la definición de auctoritas en el contexto de la historia política romana es imposible de llevar a cabo escindiéndola de la noción "potestad", aunque podría concebírsela como la superioridad ideal, por dignidad, prestigio o saber, que la comunidad reconoce como cualidad irreprochable de un sujeto o grupo de sujetos. Para el romano de entonces la potestad basta para "gobernar", pero, además, la autoridad se requiere para "gobernar bien".
La voz "autoridad" abarca, pues, una gama de atributos morales, de sabiduría, dignidad y valor. El jefe de un servicio público, por ejemplo (es decir, una autoridad pública), posee, por regla, potestad, pero bien puede carecer de autoridad. Es cuando ambos atributos convergen (feliz sintonía) en un mismo sujeto que la dirección del organismo navega veloz y en la orientación correcta. Trabajar bajo el gobierno de quien no solo dispone de la potestad ("la fuerza contundente y pura"), sino que además posee los conocimientos, la prudencia, la dignidad y el valor requeridos es una suerte de aprendizaje y ascenso. Al revés, aquel jefe premunido de la máxima potestad, pero desprovisto de la autoridad necesaria conduce a una forma de mecanismo y sumisión y, paradójicamente, el jefe sin autoridad tiende a tornarse en "autoritario", en el sentido moderno del término: se enfurruña y golpea la mesa.
La ausencia de autoridad en quienes la ley concede potestades es una enfermedad grave de la cosa pública. Chile parece padecerla.