Le preguntan a Christopher Domínguez Michael, autor de la impresionante biografía Octavio Paz en su siglo , sobre la literatura latinoamericana en general. Responde lo único que una persona más o menos racional puede responder. La literatura latinoamericana son seis o siete literaturas completamente diferentes entre sí y una infinidad de autores que escriben en muchos géneros distintos. Pero Domínguez agrega, sin embargo, que durante los últimos cien años la literatura latinoamericana ha sido, y sigue siendo, una de las más vitales e importantes en cualquier lengua viva de hoy.
Son dos afirmaciones que solo se contradicen en apariencia. Es cierto que no hay una sola literatura latinoamericana. ¿Qué tienen que ver César Aira y Horacio Castellanos Moya, Roberto Merino y Iosi Havilio, Julián Herbert y Alberto Barrera? Pero es cierto también que existe ese fantasma multiforme que se llama literatura latinoamericana. Existe de tal manera que uno puede reconocerlo en un escritor que no tiene nada de latinoamericano. Pienso en el recientemente fallecido Gunther Grass, autor obsesionado por encerrar en una sola alegoría a su país. Firmante infinito de petitorios y artículos polémicos que pensaba que escribir no era solo cambiar las palabras, sino también un poco el mundo. ¿Sería abusar agregar a la lista de escritores latinoamericanos en ese sentido a V.S. Naipaul o Derek Walcott? No todos los escritores latinoamericanos tienen su coraje y su descriterio, pero es difícil no encontrar entre los mejores y los peores libros que se escriben aquí la huella en todas partes de la política como algo que puede cambiarte la vida. Algo que uno también podría cambiar con palabras. El poder y la frustración de la literatura latinoamericana provienen de esa certeza siempre negada de que puede cambiar el orden del mundo, que creemos está hecho de palabras.
La literatura latinoamericana empezó nombrando gente. En el siglo XIX, su mayor gloria fue la creación de personajes más grandes que el mundo. La mayor parte de los títulos de sus clásicos son nombres propios. Facundo , de Sarmiento; Martín Fierro , de José Hernández; Martín Rivas , de Blest Gana; María , de Jorge Isaacs; Memorias póstumas de Bras Cuba y Quincas Borba , de Machado de Assis. En el siglo XX, Pedro Páramo es ya un ausente, un muerto del que solo vemos su sombra en hijos y deudos que parecen como él vivir entre la vida y la muerte. Si el siglo XIX está lleno de nombres propios, el siglo XX está lleno de lugares, Casa de campo (Donoso), El Astillero (Onetti), La casa verde (Vargas Llosa), El reino de este mundo (Carpentier), La región más transparente (Fuentes) o El Aleph de Borges, el lugar entre todos los lugares, el lugar desde el que se puede ver todo al mismo tiempo. Un lugar parecido al que encontraron en el medio de un bosque los brujos araucanos de Alonso de Ercilla. Porque ese es quizás uno de los mitos fundamentales de la literatura latinoamericana: venimos de un lugar inexplicable, perdido lejos de donde se supone pasan las cosas; habitantes de ninguna parte se nos ocurre sin embargo que por eso mismo podemos encontrar en una escalera o en un bosque el universo entero resumido y simultáneo. Pensamos que como vivimos en el lugar sin límite, naturalmente vivimos en un lugar sin tiempo, que vivimos todas las épocas al mismo tiempo, todas las posibilidades desechadas, los restos de todos los naufragios.
Leo lo que acabo de escribir y me doy cuenta de que acabo de repetir uno a uno todos los tópicos, todos los manifiestos del realismo mágico contra los que me rebelaba en la universidad. Quería, a comienzos de los años noventa, escribir novelas normales sobre gente que vive en departamentos y no sabe cómo perder la virginidad, y se deja fascinado y asustado por la luz a las once y media de la mañana en una ciudad cualquiera sin cúpulas ni santos de yeso. Quería yo también realismo sucio o surrealismo limpio. Quería novelas personales; las escribí, quizás siga escribiéndolas, pero me he ido dando cuenta de que la soledad en el laberinto es un privilegio raro. En Chile, en Colombia, y hasta en Uruguay, no es verdad que nacemos solos, ni menos que morimos solos. El deber y el horror de renombrar las cosas son algo que se asoma tarde o temprano a nuestras vidas como una maldición más. Mi historia y la historia es tarde o temprano una sola masa ondulante que pensamos que podemos con solo nombrar, reconstruir. El cuerpo no está nunca muy lejos de las palabras que necesitamos con hambre y desconfianza que no es solo lenguaje. Nuestra vida, al fondo de valles poblados, alrededor de ríos que resbalan con rabia llevándose todas las casas en el camino, con metralletas en la sien, y ruinas milenarias recién inauguradas el año pasado, es cualquier cosa, menos banal. Estamos condenados a la exageración, obligados a una clase de desmesura, aunque sea la desmesura de medir todo.