"La bomba le explotó a Michel cuando se bajó de la bicicleta". Con esta imagen se da inicio a La ocupación , primera novela publicada por Alejandro Rojas (1981), un relato que desde sus primeros párrafos despierta el interés del lector no sólo por su tema, sino, sobre todo, por la utilización de un lenguaje narrativo cuya índole se deja entrever ya en esa primera frase del discurso: fluido, ágil y preciso, que va directamente al grano de las cosas, sin mayores rodeos ni circunvalaciones retóricas y donde no se descubren los errores gramaticales o las debilidades lingüísticas tan comunes en el discurso de muchas novelas nacionales que se publican en estos días. Aunque sin duda el tema y los propósitos de la novela de Alejandro Rojas despertarán asentimientos y discrepancias, incluso rechazos, según sea el punto de vista afectivo o ideológico que asuman sus lectores, estilísticamente es un relato muy bien escrito, con una trama que el autor ha elaborado cuidadosamente y que conduce con similar meticulosidad hacia un desenlace que consigue tomarnos por sorpresa.
Inmediatamente después de la escena inicial, el lector se entera de que Michel era un niño de sólo trece años que pertenecía a un grupo de okupas instalado en una casona abandonada en el barrio de Santa Rosa, cuyo liderazgo había sido asumido hasta esos momentos por Álvaro, su hermano mayor. El interés que el narrador manifiesta hacia sus actitudes y declaraciones durante los primeros capítulos de la novela da la impresión de que este personaje será el principal protagonista de la historia, pero el foco narrativo se desplaza muy pronto hacia la figura de Diego, otro okupa de la casa, cuya presencia servirá para satisfacer los dos propósitos que -según mi modo de ver- motivan y conducen el desarrollo del relato: al sacar a luz los conflictos de la interioridad de Diego y la desesperación que ocultan sus actitudes de violencia y rebeldía sin destino permitirá que el lector vislumbre en qué consiste la auténtica identidad de un okupa, y al mismo tiempo el personaje funcionará también como privilegiado testigo testimonial del mundo okupa que el narrador pretende describirnos. En este sentido, creo que otra de las cualidades destacables de su relato es la acertada elección de un punto de vista narrativo muy cercano al de su personaje. Tal proximidad de miradas pretende convencer sobre la verdad de una variopinta galería de personajes que, por distintas razones, se mueven en los márgenes de la sociedad legal contra la que cada uno desarrolla diferentes modos de repudio y aniquilamiento.
La ocupación adquiere, pues, la característica forma panorámica de un texto cuyo principal interés es encerrar un específico espacio humano inserto en nuestra sociedad, pero que al ser desconocido por muchos lectores sólo despierta su menosprecio o su temor. La ignorancia sólo produce miedo o desprecio, escribió hace muchos años José Martí. Pero la actividad del narrador no se limita a la descripción. Su voluntad para redimir y defender frente a los ojos de sus lectores a los auténticos okupas es inequívoca. Principalmente a través de las voces de los personajes con que simpatiza, pretende explicar las razones de su existencia, las contradicciones que encierra, la distancia que lo separa de otros dos mundos igualmente marginales, el terrorismo y la delincuencia, y el futuro ciego que espera a la mayoría de sus miembros. El narrador permite que los acontecimientos centrales del argumento muestren la diferencia entre un okupa y un delincuente, y deja a Diego que explique a una muchacha de quien se ha enamorado que "... los okupas no son terroristas. Son como hippies". Y en lo que se refiere a su futuro, el escepticismo de Diego es explícito: la existencia okupa se convertirá en una anécdota que sus miembros, después de integrarse inevitablemente al sistema burgués que antes rechazaban, describirán con nostalgia a sus hijos.