Una foto que circula por internet muestra un prostíbulo de la calle Diez de Julio llamado Las Siete Puertas. El dato adjunto dice que la foto es de 1900. Nunca había visto algo semejante: una toma interior, un hall en cuyo sillón central aparece un grupo de "asiladas" con los torsos al descubierto. La atmósfera es cálida y un poco vaga. La actitud de las mujeres, distendida, conservando no obstante la pose que la fotografía de esa época requería de los retratados.
Los interiores de los antiguos lenocinios siempre habían quedado para uno librado a las elaboraciones de la imaginación. Esto, a pesar de cierta recurrencia de la literatura chilena por visitar estos lugares sancionados. Al vuelo recuerdo las descripciones de Edwards Bello, de Ricardo Puelma, de Méndez Carrasco y, avanzando en el tiempo, de Germán Marín. En Los círculos morados , Jorge Edwards deja entrever un prostíbulo oscuro ubicado en la calle Santa Rosa. Anteriormente, en uno de sus cuentos, el protagonista termina internándose por San Isidro en busca de uno de estos reductos de la redención concupiscente.
Es curiosa la insistencia de la actividad prostibular por ocupar las mismas calles a través de las décadas, a pesar de los borrones y cuentas nuevas municipales. En Esmeralda con San Antonio demolieron a comienzos de los noventa una extensa zona de casas viejas dedicadas al rubro, y luego de un periodo de tregua aparecieron nuevas prostitutas -esta vez, extranjeras- circulando por las veredas de las inmediaciones, como si estuvieran imantadas por un designio ignoto. Eleuterio Ramírez, Emiliano Figueroa, Ricantén, Diez de Julio, Maipú, San Martín, son calles que han aparecido siempre en el entramado de este asunto, en memorias personales, en reportajes, en partes policiacos.
Me da la impresión de que hay "portales" que comunican épocas distintas que aparentemente no tienen nada que ver la una con la otra. En el mapa del "comercio sexual" santiaguino podríamos establecer varios puntos de transición temporal. Se me reforzó esta idea recorriendo recientemente la exposición del Mulato Gil de Castro en el Museo de Bellas Artes. Es evidente que las caras de los individuos retratados por Gil de Castro -la mayoría de las veces, tipos más o menos copetudos de comienzos del siglo XIX- son las mismas que vemos hoy día a la pasada en cualquier café, en el Congreso, en las entrevistas de la televisión. Un experto en fisiognómica podría determinar los rasgos predominantes. Yo debo quedarme con la impresión general.
El rostro más peculiar que pintó Gil de Castro es el de Bernardo O'Higgins. Hay algo en su conjunto que no corresponde a la matriz nacional de caras. Alguna vez, en un documental de la televisión, Patricio Bañados tocó la puerta de una familia Higgins, habitante de un pequeño pueblo irlandés. Ahí sí que estaba replicada la cara del Libertador, pero en versión contemporánea y doméstica.