De niño son memorables mis rabietas porque mis padres no compraban algún juguete o dulce de mi antojo. Ahora, me excuso a mí mismo retrospectivamente al observar la generalidad de esa conducta en los infantes que circulan alrededor mío, y especulo que en la mente de los niños no figura el principio de la escasez. En cambio, es un signo irrefutable del tránsito hacia la madurez, me digo, el aprendizaje (o resignación) de que las cosas que deseamos pueden poseer un valor mayor a los recursos que tenemos y, en general, nos encontramos en una relación con el mundo -contabilizado en plata (e incluyendo en esa contabilidad el tiempo de vida restante y la salud)- permanentemente deficitaria. Ese aprendizaje es lento (para algunos, por lo que se ve en Chile, francamente tardío y con retrocesos), fragmentario y a tientas.
Me excuso nuevamente conjeturando que la "formación económica" de los niños que crecieron en los 60 -más o menos los adultos que nos gobiernan hoy-, los baby boomer como se los llamó, estuvo moldeada en una atmósfera privada y pública de gran paternalismo. La escasez era, desde esa perspectiva infantil y adolescente, resuelta por los padres, quienes se hacían cargo de satisfacer todas las necesidades, y también, más adelante, si de un lado veía acercarse horrorosamente el horizonte de "el trabajo", me tranquilizaba entonces que existiese algo llamado "Gobierno" que viniera a fijar los precios -cuando las cosas se ponían caprichosamente caras- y el cual, a la vez, tuviera una "casa" en que se imprimían billetes sin cesar para cuando no había plata porque las cosas se habían puesto caprichosamente caras. Con esos dos instrumentos -todos los niños son socialistas naífs- pensaba que el problema de la escasez en el plano nacional se encontraba resuelto y me extrañaba que no se emplearan más ampliamente. (En esa época, todavía, no se había inventado "la gratuidad universal", una solución indudablemente superior a la vista de un niño: imagínese, dulces, juguetes, bicicletas, gratis para todos.)
El 73 nos aterrizó violentamente en la realidad y, por la razón y la fuerza, todos aprendimos algo de "economía", una palabra que ni siquiera figuraba en nuestro vocabulario. Entre milico y milico, unos profesores excelentes explicaban por televisión, prístinamente, las férreas leyes sociales que regían la escasez. Eran lógicas, fáciles de entender y echaban por el suelo la ilusión infantil de una patria de la gran abundancia, "la copia feliz del Edén". Hoy, luego de ese aprendizaje un tanto duro y después de tantas décadas, deberíamos resignarnos a que el Estado carece de la cornucopia de los antiguos, aquel cuerno que otorga a su poseedor todas las riquezas que le pida.