Un clásico animado de Disney, Motor Manía (1950), narraba cómo un apacible Tribilín se transfiguraba detrás del volante en Mr. Wheeler, un conductor agresivo, de pelo erizado y afilados colmillos. Sin mucha más empatía, otra caricatura persiste en el marco teórico del debate urbano: el automovilista es sancionado como un ser sedentario, individualista, materialista. Incapaz de ceder en su egoísmo para tomar el camino del bien y dejar su auto en casa. Un privilegiado que no merece conmiseración alguna.
Pero la verdad es que nuestras políticas urbanas, la cultura de consumo y la escala de valores, han girado los últimos 50 años (y si no, los últimos 100) en torno al automóvil. En consecuencia, nuestro espacio está completamente sostenido en función del paradigma motorizado. Pocas alternativas se despliegan con atractivo para poder abandonar el volante: sistemas de transporte público saturados e inciertos, con condiciones de viaje indignas e inseguras; infraestructura insuficiente para desplazarse en bicicleta; nulas alternativas de intercambio modal y un largo etcétera.
Hay que ir incluso más lejos. Bajar a la gente del auto no solo consiste en desplazar una cifra de un modo de transporte a otro. Implica intervenir radicalmente en el espacio de oportunidades de las personas. Por ejemplo, una oferta de educación territorialmente equitativa, de tal forma que nadie tenga que cruzar la ciudad para dar a su hijo su mejor opción de futuro -los padres que se han transformado en los taxistas de sus hijos podrán dar cátedra sobre desplazamientos irracionales-. Si la vivienda fuera de más fácil acceso, quizás más se cambiarían cerca de su trabajo, y si los trabajos fueran más estables, tendría más sentido hacerlo. Si los servicios, las posibilidades de empleo y de diversión estuvieran equitativamente distribuidos; si no hubiera barrios dormitorio aislados, desde donde hay que salir en auto para hacer cualquier cosa... En fin, si tuviéramos ciudades justas, no necesitaríamos salvar las desigualdades del espacio mediante desplazamientos. Solo entonces, el auto dejaría de parecerse más a la calidad de vida que al absurdo.