Para identificar el principal desafío económico del nuevo gabinete hay que remontarse a 2013, que es cuando cambia radicalmente el entorno de la economía chilena, sin que hasta ahora le hayamos asignado a este hecho la importancia que tiene. Entonces finaliza el superciclo de los términos de intercambio; la autoridad monetaria de Estados Unidos anuncia el fin de su política de inyectar liquidez a los mercados financieros; la expansión de China pierde la fuerza que había mostrado en los años previos; el crecimiento del comercio mundial se reduce a la mitad del que tenía antes de la crisis internacional, y América Latina inicia una fase de conflictos internos que la alejan de los asuntos relevantes de la política y de la economía mundial.
Este fenómeno global solo se ha tendido a profundizar, pero hasta ahora lo estamos pasando por alto en el país. Los debates han sido más ideológicos que pragmáticos. Si se revisa el programa del actual gobierno, en ninguna parte se considera la posibilidad de un escenario internacional como el que se está instalando. Tanto las autoridades anteriores como las de este gobierno han evitado asumir este nuevo panorama externo y sus consecuencias. Unos, porque confirma que el alto crecimiento de los años previos se debió al buen escenario externo, y los otros porque les hubiese exigido ajustar una agenda que estaba diseñada para otro contexto. Esta desvinculación entre el discurso y la realidad ha aumentado la incertidumbre en el mundo de la inversión y de las empresas, y también ha distanciado a la opinión pública de las reformas propuestas. En síntesis, no hemos reconocido que este nuevo escenario tiene efectos significativos en el avance del país hacia el desarrollo.
Las señales de este cambio se hicieron evidentes a mediados de 2013 cuando la inversión revirtió la rápida expansión de los años previos: pasando de un crecimiento en torno al 13% anual a una caída cercana al 5% anual. Un cambio de esta magnitud pudo haber dejado marcas más profundas en el crecimiento interno.
Sin embargo, el aumento del empleo, principalmente en los servicios y en la agricultura, ayudó a moderar la importante caída de la inversión. Este hecho permitió disimular los efectos del nuevo entorno sobre nuestra economía. Pero en la primera parte de 2015 los indicadores asociados a la inversión siguen en terreno negativo, y la ocupación se está debilitando. Entonces no queda otra opción que reconocer el nuevo panorama internacional y conectar la agenda política e institucional con este escenario. Este es el principal desafío de las nuevas autoridades.
Si bien las decisiones del Banco Central se han caracterizado por un alto pragmatismo, apegado a lo que ocurre con la actividad y la inflación, la efectividad de la política monetaria es baja, fundamentalmente porque lo que está frenando la inversión es la incertidumbre respecto a la forma en que la economía se ajustará al contexto internacional, incluyendo las reformas internas que podrían restarle flexibilidad.
Por su parte, las salientes autoridades de Hacienda habían asumido que los efectos del nuevo escenario eran transitorios, por lo que consideraban extender el estímulo fiscal a 2016, sin reconocer que esa política tiene efectividad solo cuando se apoya en las expectativas de los diversos actores para alcanzar sus resultados.
Y el aporte del mundo privado ha sido escaso porque su diagnóstico se ha ideologizado en exceso, concentrándose en objetivos de corto plazo, que dejan de lado tanto los profundos cambios que se han producido en la sociedad chilena como el nuevo escenario en los mercados externos.
En contraste, la clave está en compatibilizar las reformas que impulsa el Gobierno, que responden a demandas que vienen de los nuevos grupos medios, con la necesidad de preparar la economía para adaptarse a un panorama externo más complejo. Esto se logra cuando un número significativo de actores sociales adopta una estrategia de largo plazo y se arriesga en el camino de la colaboración para destrabar la inversión, institucionalizar los conflictos, articular visiones comunes y trabajar coordinadamente para mejorar el capital humano.
Cuando enfrentamos el actual nivel de desarticulación en los diagnósticos y en las visiones de futuro, lo mejor es trabajar en iniciativas concretas, que si bien pueden tener un impacto acotado, generan confianza y abren las puertas para que nuevos actores -públicos y privados- se incorporen al mundo de la colaboración y hagan políticamente viable construir agendas más ambiciosas. Hay muchas oportunidades para llevar a cabo este tipo de acciones, distribuidas en los más diversos ámbitos de la economía y en todas las regiones del país.
La agregación de estrategias individuales puede generar las confianzas que ayudan a un despegue de la inversión. El liderazgo del Gobierno es fundamental, pero el empuje desde el sector privado debe tener un papel significativo. En ambos casos se debe reconocer que las acciones que se aplican verticalmente, sin considerar al resto de los actores relevantes, son inefectivas y generan mayor desconfianza. Sería un error pensar en que un cambio de gabinete puede, por sí solo, generar resultados que requieren del apoyo de todos.
Por esta razón, superaremos el punto de quiebre en que nos encontramos cuando se consolide la colaboración público-privada, que aporta a una visión compartida del país que queremos construir y despeja una enorme cantidad de materias que facilitan el desarrollo de las actividades productivas. Además, para que esta herramienta sea efectiva, se necesita ganar credibilidad, por lo que la acción de todas las autoridades debe ser coherente con esta orientación.
Revertir este período de bajo crecimiento depende, en definitiva, de la capacidad de generar confianzas a través de un trabajo conjunto. Este camino requiere liderazgo por parte del Gobierno, una actitud diferente en el sector empresarial y mecanismos efectivos de colaboración público-privada.