Uno dice que tal o cual persona no es cercana, aunque sea bien educada, amable, y nada antipática.
¿Por qué?
Si uno le pregunta a un amigo al pasar qué es lo que pasa en Yemen, porque de verdad no sabe y quisiera entender algo del mundo, y ese amigo le da una pequeña clase magistral sobre Yemen, uno lo que siente es que no fue cercano. No sabe uno claramente por qué no quedó bien, por qué sintió que fue una pérdida de tiempo y por qué quedó más perdida que antes. No era Yemen. Es que no estaba él conversando con ella; estaba hablando para sí mismo o para la galería, no para quien preguntó.
Si las mujeres alegan que los hombres son poco cercanos, porque cada vez que intentan explicarles alguna pena o tristeza que este les ha provocado el otro contesta que no está para críticas, se defiende y termina enojado, es que estaba centrado en sí mismo. El que importaba era él, no ella. No había curiosidad en él por entender a esa mujer. Ni esa relación. Pudo escuchar de verdad y luego argumentar, explicar, sanar las penas.
Si alguien le cuenta a una amiga una pena y ella le contesta explicándole su propia experiencia, es posible que quien partió confesando no sienta la cercanía que esperaba.
Son ejemplos cotidianos y banales. Pero la soledad se relaciona directamente con sentirse visto por el otro. Y para ser visto hay que ser escuchado. Y para escuchar hay que detenerse. Y aplacar la ansiedad por hablar y ser yo quien es visto. Cuando se disputa el protagonismo no hay cercanía.
El protagonismo no tiene que ver con el histrionismo ni con la histeria ni con lucirse. Solo soy protagónica si soy vista. Yo, la que soy y la que pido y la que alego. Nada reemplaza esa sensación.
Estamos en tiempos de aumento preocupante de la soledad como un sentimiento presente y doloroso. Es un acto cariñoso, pero a estas alturas casi un deber cívico, el dejar que quien lo necesita ocupe el estrado.