Habiendo en estos días absorbido la ofensiva política y legal de Bolivia ante la Corte Internacional, y la rotunda defensa de nuestro país, los chilenos hemos tenido una idea del sabor de lo que vale el orden jurídico internacional. No constituyen reglas simplemente para ser olvidadas. La lectura del texto no puede variar con el tiempo en relación a algunas constantes, aunque con libertad de espíritu se pueden elucubrar algunas reformas al orden existente.
En compensación a una realidad de hierro en la política internacional, las de las múltiples soberanías políticas y la tentación por adorar el poder, se han desarrollado otras fuerzas que llevan a la cooperación: las vinculaciones económicas, los enfoques culturales compartidos, la conciencia del conflicto que nos extermina, etc. Una de estas fuerzas, muy antigua en la historia humana, ha sido el derecho internacional, lo que antes se llamaba "sociedad internacional". Se trata de un conjunto de normas, costumbres y obligaciones recíprocas, vinculantes, generalmente asumidas de manera voluntaria. Han sido un sustento de la civilización, tanto como la actividad política, el desarrollo económico y la transformación general de las cosas, un ancla en medio de la fluidez universal, punto de referencia que permite que los cambios existan y no se disuelvan en la nada. Esos acuerdos no pueden ser violados con impunidad, ya que las consecuencias al final alcanzan a todos.
Por ello el texto -y la lectura literal de los acuerdos- posee un protagonismo único. La interpretación debe ser unívoca, y por ello se firmaron. Si hay dudas, los interesados deben retroceder a la mente e intenciones de los que redactaron el documento original. Es lo que hicieron los jueces al decidir por dónde discurría el canal Beagle para el Fallo de 1977. En las discusiones constitucionales en EE.UU. a veces se abusa de este llamado "textualismo", como el caso del derecho a portar armas. En relaciones internacionales debe permanecer incólume. De otra manera no habría un anclaje ni siquiera para la negociación más inocua y cotidiana. Si la letra escrita puede ser rápidamente obviada por una de las partes, en primer lugar ¿qué razón habría para firmarlos? Sería un auténtico retorno a la más pura "ley del más fuerte" (que ni al Tercer Reich le resultó), puesto que la convivencia quedaría sujeta a la correlación de fuerzas, ya sean sentimientos (nada de escuálida) o a aquella provista de ingentes recursos de poder duro.
Y segundo. Si el texto pudiera ser declarado obsoleto por el simple hecho de haber existido un intercambio de ideas o propuestas para modificar la situación establecida por aquel, sería un mensaje de que no se puede conversar acerca de nada en las relaciones internacionales. Nada al menos que signifique alguna innovación o pueda indicar nuevas direcciones ante lo que se percibe como una situación que podría mejorar o reformarse. Sería como eliminar de un plumazo la esencia de la diplomacia, en la cual las abstracciones, la sutileza y el manejo de incertidumbres se confunden con las vaguedades y así debe ser. Por lo menos en los primeros tanteos.
De ahí la importancia crucial del Tratado de 1904 y de la adhesión de Chile al Pacto de Bogotá en 1948: porque el texto daba seguridad de que decía lo que decía. Una corte pierde su sentido si desconoce este hecho básico, y la Corte Internacional de Justicia no está para socavar su propio cimiento. Una vez teniendo esto en claro, viene el momento de conversar y plantear hipótesis de modificaciones para el futuro, que hasta la firma de un acuerdo no pueden comprometer a nada.