Planificar la ciudad es un tema complejo. Por definición, no hay proyecto que no tenga sus posibles detractores y damnificados. Hastiada de que la aplanadora -y un largo desfile de otra maquinaria pesada- le pasara por encima, la ciudadanía por fin despierta y toma nota de las acciones sobre su espacio y sus consecuencias. Hoy ya nadie quiere hechos consumados y los municipios comienzan a abrir la discusión a una comunidad cada vez más empoderada y exigente.
Pero la participación ciudadana también es un asunto complejo. En efecto, es una especialidad profesional que requiere de competencias pedagógicas para explicar, psicológicas para escuchar y hermenéuticas para entender. No se improvisa, tiene objetivos claros y un método, ya que además de presentar los proyectos a la comunidad, cumple la importante función de dotar al vecino de herramientas de decisión. La participación es transferencia directa de poder al ciudadano. Por ende, no basta con que el funcionario a cargo muestre un mono, recite un reglamento e intente malamente ordenar un griterío. Se requiere comunicar los proyectos, asegurar que todos puedan expresarse y digerir la información que se les ha entregado. Finalmente, se deben recoger e interpretar los deseos comunitarios para asegurar que en el futuro alguien sienta la obra como propia.
De parte de los ciudadanos se requiere también un gran esfuerzo y una voluntad de aprender. Se deben superar los intereses particulares, progresar a lo colectivo y ojalá apuntar alguna vez a decidir en función de lo público, es decir, de ese bien común tan abstracto como imprescindible.
Sin una participación saludable, los ciudadanos se sienten confundidos; se refugian en las trincheras junto a sus temores, sus dudas y su legítima sensación de no estar siendo realmente considerados. Allí, se incuban los fantasmas de la conspiración del poder y la ganancia se la termina llevando el oportunismo político; porque no hay terreno más fecundo para cosechar descontento que un proyecto urbano mal participado.