Hace unos días, una amiga extranjera de visita en Chile por motivos profesionales me comentó lo difícil que había sido interactuar con chilenos en reuniones de trabajo. No fueron los repetidos comentarios sexistas lo que más le incomodó, sino que la incapacidad de los compatriotas por escuchar la opinión de una mujer. No es la primera vez que oigo la queja internacional y me remití a una explicación coloquial: "Discúlpanos, en este tema los chilenos recién nos venimos bajando del árbol". Sin previo aviso, ella había aterrizado en el discriminatorio mercado laboral chileno.
Las diferencias en el trato por género que nos caracterizan no son propias de un país que busca alcanzar el desarrollo (¿estamos aún en eso, verdad?). Estas se suman a las brechas salariales (en torno a un 36%), de participación laboral (72% vs. 48%) y ocupación (68% vs. 45%) que tanto nos sonrojan. E incluso aquellas que logran superarlas deben pagar altos costos. Tome, por ejemplo, el grupo de mujeres con salarios en el 10% más rico: 15% de ellas están separadas, cifra tres veces superior a la de los hombres en el mismo grupo. Sacrificar la vida familiar y de pareja parece ser el precio del éxito.
Avanzar hacia un mercado laboral en donde se valore al trabajador sin distinguir género no es tarea fácil. De hecho, es común encontrar políticas bien intencionadas que agravan la enfermedad. El artículo 203 del Código del Trabajo, que obliga al empleador con 20 o más trabajadoras a ofrecer salas cuna, es un ejemplo. En un reciente estudio encontramos que el "beneficio" significa hasta un 20% de menores salarios para las mujeres; es decir, ellas terminan pagándolo.
El mismo preocupante gusto tiene la ampliación de materias a negociar, medida contenida en la reforma laboral del Gobierno. A primera vista la idea parece brindar mayores posibilidades para conciliar empleo y familia, pero la titularidad del derecho a negociación supedita todo al interés del sindicato. Así, paradójicamente, en vez de empoderar a las trabajadoras, la medida puede atarlas de manos.
Pero limitar las explicaciones de nuestras brechas de género en el mercado laboral a rigideces o malas políticas sería un error. Factores culturales también explican el mal rato de mi amiga, como también el 31% de mujeres que no buscan empleo por los deberes del hogar (0,98% en los hombres), la popularidad de las promotoras en cada foro empresarial o, incluso, que solo un 18% de los alumnos de ingeniería en Chile sean mujeres (¿son acaso las niñas alérgicas a las matemáticas?). Por eso, atacar el problema de fondo es complejo, y políticas educacionales tempranas han sido reconocidas como efectivas armas para igualar la cancha entre hombres y mujeres (campañas en contra de estereotipos son ejemplos). Ojalá pueda remitirme a ellas la próxima vez que una extranjera me enrostre el atraso del chileno. Sería la mejor evidencia de que llevamos un largo tiempo abajo del árbol.