Una ciudad es responsabilidad, ante todo, de sus propios habitantes. Estos son los que residen en ella y quienes con sus iniciativas y comportamientos más habituales contribuyen al estado de la ciudad y a la calidad de vida que brinda. Entre tales comportamientos se incluye la conducta electoral de los vecinos -si van o no a votar y por quiénes lo hacen-, puesto que son ellos los que determinan quién se sentará en el sillón alcaldicio y quiénes en los reservados para los concejales. Además, hay que tener en cuenta que en la marcha y estado de una ciudad tienen gran influencia las determinaciones que se tomen o dejen de tomar a nivel de ministerios, gobierno regional y secretarías regionales ministeriales que trabajan bajo las órdenes de los intendentes.
Un largo exordio para que se entienda que lo que sigue acerca de Viña del Mar -una de mis dos ciudades (la otra es Valparaíso)- no quiere ser una embestida contra las autoridades comunales, sino una apreciación de tipo general acerca de una ciudad que no solo dejó de ser bella -salvo como frase publicitaria- y que, lejos de eso, ha venido deteriorándose a vista y paciencia de sus irritados vecinos y perplejos visitantes, quienes se preguntan, consternados, qué hemos hecho con ella.
Si se tratara solo de un cambio no habría por qué protestar. Todo cambia y no podemos pretender que Viña sea el lugar bucólico de nuestros padres, cuando en cualquiera de las residencias que había entonces en la avenida Libertad podía escucharse el sonido familiar de los cascos de los caballos de un coche Victoria que pasaba cada tanto. El punto es si las ciudades cambian para mejor o para peor, e incluso para muy peor, que es el caso de Viña. Las pruebas que se podrían dar al respecto son muchas y bien conocidas y sufridas por todos. Las causas, reitero, apuntan a distintas autoridades y agentes públicos y privados, incluidos también quienes vivimos allí, sin olvidar tampoco que se trata de una ciudad que se ha vuelto cada vez más compleja en cuanto a su administración y cuidado.
Grave y extendida rotura y suciedad de sus principales calles y veredas; apropiación de las veredas por sandwicherías e incontables puntos de venta de comida al paso que instalan mesas y sillas para atender en un espacio público a clientes privados; permisos de construcción en altura dados sin ton ni son; expansión incontrolada del comercio ambulante en el sector céntrico, con ofertas que van desde rumas de papel higiénico hasta calzoncillos y artefactos domésticos; cuadras completas de locales comerciales abandonados y en estado de ruina a pocas cuadras de la principal plaza de la ciudad; propietarios de departamentos que arriendan la fachada completa de sus edificios para publicidad de cerveza, cosméticos o universidades, imitando lo que hacen los futbolistas con sus cuerpos; cerros inseguros y con campamentos cuyos habitantes aguardan durante años una solución al problema de sus penosas condiciones de vida; un estero que combina estacionamientos, barro, vegetación espontánea, desechos y aguas insalubres; playas mal tenidas por sus concesionarios durante el verano y completamente abandonadas en los meses de invierno; un festival de la canción que con el pretexto de satisfacer los gustos de la gente (¿no se trata más bien de los intereses de la industria televisiva?) se transformó, hace ya tiempo, en un mediocre e interminable show televisivo visitado casi siempre por las mismas caras (cuando dejaste de ser una estrella que canta en el escenario tienes asegurada una silla en el jurado) y con una impropia y patética dependencia de los así llamados "rostros" del canal de turno y de las nuevas teleseries que este pondrá al aire pocos días después de que concluye cada versión del certamen; y un exceso abrumador de buses y taxis colectivos, casi todos semivacíos, haciendo nata en cada paradero y disputándose los escasos pasajeros en medio de estridentes bocinazos.
No nos engañemos: no tenemos una ciudad bella, y bastaría con que volviéramos a tener una más amable.