El lector perdonará el neologismo con el que se titula esta columna y que intenta reunir en un solo vocablo las palabras aborto y eutanasia. Con ellas se alude a ocasionar la muerte de un ser humano: en etapa de gestación, con la primera, y gravemente enfermo, con la segunda.
¿Es posible que ambas acciones se confundan en una sola conducta? Sostengo que así es y que ello ocurre con la causal por la cual el proyecto de ley de aborto pretende que este sea autorizado y que se ha dado en llamar "inviabilidad fetal". Textualmente el proyecto dispone que el aborto procederá cuando "el embrión o feto padezca una alteración congénita o genética incompatible con la vida extrauterina".
Queda claro que en este caso el aborto quedaría justificado porque la criatura por nacer padece de una patología que podría causarle la muerte después de nacida. Pero esto no es más que un tipo de eutanasia: matar a alguien porque se encuentra enfermo.
La gravedad de legalizar esta eutanasia prenatal se comprende cuando se percibe que las razones que la justifican pueden ser aplicadas para autorizar no solo el suicidio asistido o la eutanasia consentida para ancianos, discapacitados y enfermos terminales, sino incluso para imponer esa "solución" con prescindencia o contra la voluntad del afectado. Obviamente, el niño en gestación que se ve afectado por una alteración congénita o genética no puede decir si desea anticipar su deceso. Tampoco se le mata pensando en su propio bienestar, sino suponiendo que su eliminación evitará un mayor sufrimiento para un tercero: su propia madre. Es una eutanasia en interés ajeno.
Este desprecio por el bien del ser humano concebido puede llevar al ordenamiento jurídico que lo acepte, a una fractura en su sentido protector y tutelar de los derechos fundamentales de las personas de insospechadas consecuencias. No está de más recordar que las cámaras de gases ocupadas para el exterminio de los judíos por parte del régimen nazi tuvieron su precedente en un programa de eutanasia para enfermos decretado por el mismo Hitler en 1939. El decreto señalaba que había que "conceder a los enfermos incurables el derecho a una muerte sin dolor". Para lograr esta muerte indolora se construyeron las primeras cámaras de gases, con las mismas apariencias engañosas -simulaban duchas y baños- que tendrían luego en Auschwitz. Por eso, según conjetura Hannah Arendt, la cámara de gas, entre quienes cometieron el genocidio, era percibida como un "asunto médico".
El "asunto médico" que se pretende legalizar con la "abortanasia" que comentamos tiene menos miramientos para con el embrión o feto enfermo. Ninguna previsión normativa se establece sobre cómo se practicará el aborto (con o sin dolor) ni en qué plazo. El término de 12 y 18 semanas se exige solo para el caso de violación. El aborto de una criatura que presenta dolencias que, según el equipo médico, serían "incompatibles con la vida extrauterina" podría practicarse hasta los nueve meses de embarazo. Se estaría autorizando, así, incluso el llamado "aborto por nacimiento parcial", tristemente célebre en Estados Unidos: se esperan unos días para asegurar la dilatación cervical y se suministran medicamentos para inducir el parto, pero antes de este el médico extrae las piernas y el cuerpo del niño dejando dentro la cabeza; luego, hace una incisión en el cráneo y succiona el encéfalo; producida la muerte, extrae también la cabeza. Aprobando este tipo de aborto ya estamos en la frontera con el infanticidio.
Esperemos que los integrantes de la Comisión de Salud de la Cámara de Diputados, donde se está discutiendo el proyecto de ley, adviertan la inconsistencia que se produce con los ideales de inclusión e igualdad, al legalizar la mayor exclusión y discriminación que puede sufrir un niño enfermo o discapacitado. Una que merece ser calificada como un atentado doble contra su vida inocente y vulnerable: aborto y eutanasia a la vez.