Tengo la idea de que para generaciones anteriores las novelas de Joaquín Edwards Bello tuvieron una presencia viva. Con esto me refiero al hecho de que de vez en cuando la gente las recordaba en sus conversaciones con naturalidad. Yo, de niño, conocí por esta vía, de oídas, libros como
El roto o
La chica del Crillón mucho antes de que me animara a leerlos. Lo mismo me sucedió con
En el viejo Almendral , aunque con el agregado de que cuando cumplí quince años mi padre me lo "infirió", me lo dio a leer especialmente.
Esto indica que el libro funcionaba en los hechos como novela de aprendizaje. Mi papá era intuitivo en estos asuntos. Me parece que vislumbró que la vida de un niño de quince años podía lograr una especie de correlato en las páginas de ese libro, que por coincidencias o diferencias la persona real podía testear un modelo en el personaje ficticio.
En el prólogo de una reciente edición, titulada
Valparaíso (Ediciones de la Universidad Diego Portales), Carlos Pérez le niega a la novela esa condición. Entiende que se trata de un libro fallido, en la medida en que Edwards Bello -el gran cronista- no pudo darle a su relato autobiográfico una progresión temporal. Sus recuerdos, es este sentido, saturaban su mente o bullían en ella por anticipado, en vez de surgir del mismo proceso de la escritura. Igualmente, no podía ceder a la inercia que lo llevaba a extender sus crónicas en un género anexo.
No es tan raro que los periodistas eficaces, al cambiarse a la narrativa, se vuelvan un poco pomposos. Que naufraguen, aunque sean hábiles administradores de las palabras, en una superficie que por proyección psicológica consideran más prestigiosa que aquella donde se desplazan todos los días a instancias de su oficio. No es el caso de Edwards, que pasaba de una zona a otra haciendo sonar la misma voz. Sabía cabalmente que sus novelas eran imperfectas y me da la impresión de que las quería así. Era un vitalista. Prefería, antes que la escritura elegante o la estructura eficiente, que sus escritos fueran como criaturas paridas. El mayor elogio que afirmó haber recibido se lo hizo un señor que lo paró en la calle. "Leyéndolo", le dijo, "se ve que usted tiene caballo". Por otro lado, lo que dictaminaran los críticos lo tenía, según su testimonio, sin cuidado. "Con buenas críticas vendo nueve, con malas críticas vendo diez", contó en una entrevista.
Es cierto que en las novelas de Joaquín Edwards a uno se le aparece el cronista a cada rato, lo que no es extraño en el caso de alguien que alguna vez declaró: "Pienso en crónica". Esto es evidente incluso en una historia contada por una voz femenina, como la de
, que en largos tramos parece trasvasijar la voz opinante del autor.
Como sea, Valparaíso es una de las novelas chilenas significativas del siglo que se fue. Tiene "caballo", o sea un poderoso remanente de experiencia. El mundo construido a topetazos por Edwards Bello aún proyecta emociones y destellos reconocibles para nosotros, aunque sus referentes reales estén sepultados o, más que eso, extinguidos.
VALPARAÍSO
Joaquín Edwards Bello
Ediciones UDP, Santiago, 2015, 437 páginas./p>