El programa del viernes de la Orquesta Sinfónica de Chile, bajo la conducción de su titular Leonid Grin, fue de gran atractivo. Un violinista excepcional, Sasha Rozhdestvensky interpretando el Concierto nº 1 de Shostakovitch, fue el centro de una propuesta enmarcada por la originalidad de la pieza inicial, una obra de Arvo Pärt, y la contundencia clásica de Beethoven que finalizó el concierto.
A veces, a los compositores les gusta poner de cabeza a los intérpretes y auditores con los curiosos y enigmáticos títulos de sus obras. La pieza de Pärt, para piano, quinteto de vientos, cuerdas y percusión, titulada "Si Bach hubiese sido apicultor", crea la ansiedad de descubrir abejas y citas de Bach que justifiquen el nombre de la obra. Las abejas ciertamente están y después de ominosas marchas, la cadencia final, basada en el Preludio en si menor del primer libro del Clave Bien Temperado, actúa como un sorpresivo bálsamo y tributo. Pero más allá de descifrar un puzzle, es la obra la que, con o sin títulos, debe ser capaz de erguirse sola, como ente musical hecho solo de música. Y eso lo consigue. Grin y la orquesta prodigaron una excelente versión de una obra indefinible de un compositor igualmente inclasificable.
La técnica y musicalidad de Rozhdestvensky son apabullantes. Su familiaridad con el Concierto de Shostakovitch se hizo evidente desde la primera nota del Nocturno inicial y de la conmovedora Passacaglia, donde cada sonido parecía conjugar intelecto y expresión en inseparable armonía, transitando por las demoníacas dificultades del Scherzo y la enorme Cadenza que da paso a la Burlesque final. El delirio de los auditores consiguió un encore (podrían haber sido muchos más): una virtuosa y entretenida Polka, de Alfred Schnittke (otro inclasificable).
La Séptima Sinfonía de Beethoven es una de las pruebas más claras del lenguaje voluntarista del compositor. Las avasalladoras ideas se abren paso contra viento y marea, sin mayor preocupación por la "belleza" del sonido orquestal. En otros ámbitos, ejemplos claros de esto son la Gran Fuga para cuarteto de cuerdas o el tratamiento del cuarteto de solistas del final de la Novena. El remanso del bellísimo segundo movimiento, en la versión de Grin adoleció, a nuestro juicio, de un tempo demasiado lento (la partitura indica Allegretto ), que fue ampliamente compensado por la orgía del último movimiento, verdadera "apoteosis de la danza", como se lo ha llamado.