Se discute si la ola de escándalos que ha sacudido al mundo empresarial y político acaso revela un lado oscuro de nuestro modelo económico: que endiosaría el dinero y pasaría por alto elementales exigencias de la ética. Se dice que en la formación de los ingenieros comerciales —y supongo también la de los abogados— habría que corregir esta grave falla.
Es cierto que una ventaja de la economía de libre mercado es que para marchar bien no necesita de un utópico “hombre nuevo”, especialmente virtuoso. La genialidad de Adam Smith fue entender que en el mercado, no es de la benevolencia del panadero o del carnicero que dependemos para proveernos, sino de su propio interés. Pero no se sigue de allí que la defensa de la economía libre suponga una apología del egoísmo, la codicia o la falta de escrúpulos.
Desde luego, esos vicios humanos están presentes en todas las formas de organización social. En el Chile sesentero —por el cual hoy algunos suspiran con nostalgia— muchos negocios prosperaban gracias a las barreras aduaneras, los créditos blandos, las franquicias tributarias o los jugosos contratos con el Estado, todo lo cual exigía las conexiones políticas correctas. En nuestros días, basta tan solo mirar hacia Argentina o Brasil para advertir cómo la corrupción crece al amparo del Estado.
Cualquiera sea el régimen, la economía marcha mejor —y los negocios también— si sus actores tienen finalidades más elevadas que el solo peculio personal, si se ciñen estrictamente a la ley, si en el fragor de la competencia logran refrenar el instinto a abusar de la ignorancia o la desidia de consumidores; en una palabra: si despiertan confianza. Probablemente allí se encuentre la raíz de muchos de los desaguisados que hemos conocido. Tal vez eso haya que inculcar a los futuros empresarios y ejecutivos: que, como norma general, está muy bien el afán competitivo y el aprovechamiento de todas las oportunidades disponibles para emprender y tener éxito, siempre que ello respete la letra y el sentido de la ley. Algunos serán partidarios de exigir a los empresarios cualidades superiores, pero de tanto pregonarlas terminaríamos extinguiendo esa sana energía que obra maravillas en los mercados libres, transparentes y competitivos.
Una economía libre exige de regulaciones inteligentes y reguladores atentos. Los abusos y escándalos recientes revelan vacíos en nuestra legislación y falta de celo para parte de los fiscalizadores. La conmoción pública que han levantado demuestra que la sociedad se ha tornado más exigente. Esto es positivo. Cabe esperar que los consumidores e inversionistas prefieran las empresas que se impongan altos estándares de transparencia y corrección, así como que los votantes favorezcan a líderes políticos que promuevan una economía de mercado, libre, competitiva y también honesta.