El nerviosismo se ve en todas partes. En el mundo político. En el mundo empresarial. En La Moneda. Nerviosismo que no se veía desde 2011 cuando "la calle se pronunció".
La palabra "arista" se ha transformado en la más usada de 2015, y cada día aparece una nueva. La bola de nieve crece.
¿Qué pasaría si efectivamente decenas de parlamentarios recibieron aportes ilegales de Soquimich? ¿Qué pasaría si el financiamiento ilegal llega a Bachelet?
En teoría no debería pasar tanto. Lo único que haría sería explicitar algo que siempre se supo: todos los políticos pedían platas por fuera y muchas empresas accedían a ello. Lo nuevo sería saberlo explícitamente y terminar con el baile de máscaras.
Así como Penta se transformó en el resumidero de todas las trampas empresariales, Soquimich se puede transformar en el resumidero de la relación incestuosa entre la política y las empresas. Hay que esperar, pero tampoco sería tan novedoso. ¿Alguien confiaba en la pulcritud de Ponce Lerou?
Es cierto, si se confirman las suspicacias no sería novedoso. Pero es indudable que la certeza es peor que la sospecha y que las explicaciones pasan a ser una obligación y las reformas una necesidad.
Muchos han dicho que esto hay que pararlo de alguna manera. Por el bien del país. Se remontan a que con Correa o Insulza era posible esgrimir "razones de Estado" para enarbolar un paraguas sobre la institucionalidad. No se dan cuenta que eso ya no es posible.
En cierta forma es eso lo que el Gobierno ha intentado hacer, escudándose en la "autonomía" del Servicio de Impuestos Internos. Pero todos sabemos que esa autonomía no existe. Ni por ley ni por tradición. De hecho, en la página web del servicio aparece explícitamente: "El SII depende del Ministerio de Hacienda". Y su director, Michel Jorrat -con actuaciones zigzagueantes y con declaraciones contradictorias-parece estar atrapado en ello.
Si se produce una erupción de nombres, mails, boletas y facturas -como podría ocurrir- nos enfrentaríamos a una crisis institucional compleja cuyas consecuencias son difíciles de predecir. Y el problema puede ser peor si se demuestra que el financiamiento no estaba asociado al período de campaña.
¿Dónde está la salida?
En la antigüedad se elegía un cordero y -cargándolo de todas las culpas- se abandonaba en el desierto, en medio de pedradas e insultos. Era el chivo expiatorio. La Nueva Mayoría ya ha elegido uno y se llama Constitución. No tiene nada que ver. Es obvio que para lo que hemos conocido no se necesitan nuevas leyes, sino que bastaría con cumplir las que hay. Pero la estrategia será culpar de todos los males actuales a la actual Constitución y, presos de la utopía, enarbolar a la asamblea constituyente como la única solución posible.
Otros están tratando de buscar a un estadista, que -tras el débil liderazgo de Bachelet- se haga cargo del problema. Y rápidamente dan con el único nombre posible: Ricardo Lagos. Dicen que a pesar de que tendría 79 años en 2017 es la única figura que tiene la estatura para manejar un problema mayor. Es posible. Pero el guion sería aterrorizantemente parecido al de Venezuela en 1994, cuando eligió al estadista Rafael Caldera de 79 años para abordar la crisis institucional. Después de él vino Chávez y el resto es historia conocida.
Otros buscarán los cantos de sirena. Tal como decía Aristóteles, en circunstancias de crisis surgen los populistas (demagogos), arrogándose el derecho de interpretar los intereses del pueblo. Mientras mayor sea el problema, más probable es la aparición de populistas.
Chile está en una encrucijada. Si el problema se acota en el financiamiento ilegal, lo que debe haber es un reconocimiento, compromiso y endurecimiento de la ley. Si el problema es mayor, como ocurrió en Italia con el proceso "manos limpias", es posible que se requiera algo más. La salida debe estar siempre en la institucionalidad, en los políticos, en quienes tienen el mandato de representación, por desprestigiados que estén. Cualquier otro camino siempre es desastroso.