En el viaje para encontrar qué piensan los chilenos que debe cambiar en el país para que este sea otro, era bastante claro que surgirían las batallas y guerras del último tiempo, como las mejoras en educación y la necesidad de restituir la confianza en las instituciones. Todo lo obvio, por cierto, tuvo su lugar, pero junto a ello, tras examinar la totalidad de las ideas y los deseos de 50 ciudadanos, se desprende un cierto abatimiento social y la añoranza por un estado de mayor felicidad, expresada en grandes ideales y también en cosas mínimas, como el precio de un helado. Predomina, sin embargo, un tono de escepticismo; pocos creen que las cosas lleguen a cambiar.
Esto se observa en todos los rubros cubiertos. Está por ejemplo en Agustín Squella cuando exige que la palabra ética se aplique a los deberes y que no se enarbole como "cortina de humo"; en que no se hagan negocios solo por ganar dinero sino para buscar el bien común (Julián Ugarte), y en especial en el lamento del dramaturgo Juan Radrigán, que demanda honestidad a la clase política porque cuando la corrupción proviene de las alturas, qué se le puede pedir a la gente.
La astrónoma María Teresa Ruiz quisiera que los chilenos tuviéramos mayor confianza en el vecino, señalando así una de las características negativas que muchos extranjeros ven en nosotros, como subraya el haitiano Junior Lacouty al sentenciar que los chilenos somos indiferentes, distantes y enojados. Cristóbal Bellolio exhorta a que sepamos aprender del adversario en lugar de únicamente aniquilarlo por sus ideas. En esa misma línea está Fernando Zegers, quien dice "no" a pretender imponer las propias creencias y que motiva a cultivarlas en la intimidad de la vida privada.
En este marco, la cultura surge como una promesa y un anhelo. El actor y director de teatro Alfredo Castro piensa que es una necesidad y que es el medio para conseguir ciudadanos más sensibles y menos corruptos. Lo apoyan la cantante Claudia Virgilio ("si el arte estuviera en todos nosotros y en los niños..."), José Joaquín Brunner ("transformar nuestros jardines infantiles en una red de calidad mundial") y el artista callejero Germán Caro, que propone un taller para chicos en el que se los suspenda en el aire para que puedan tener la experiencia de volar. Hermosa metáfora. "La cultura es un boleto a la felicidad", dijo la sabia actriz Bélgica Castro hace muchos años.
Eliminar el IVA a los libros es la petición tanto de un estudiante de enseñanza media (Bastián Azócar) como la de un profesor (Guillermo Fernández). Da rabia que al otro lado de la cordillera los libros sean tanto más baratos.
El periodista y escritor Óscar Contardo invita a dejar de confundir solidaridad con limosna, y a no condenar a los pobres a vivir en medio de la fealdad, mientras que Rosa Bravo, que trabaja cuidando niños, invoca mayor seguridad en los espacios públicos. Que no haya perros vagos, que se creen más áreas verdes para hacer deporte, medidas de respeto para las mujeres, comprender la situación real de personas con dificultades de desplazamiento (José Olivares quisiera poder usar el metro y los buses)... Todo confluye, finalmente, en mirar al otro e intentar ponerse en su lugar. Difícil.
No faltan quienes claman desde sus luchas personales, como Luis Larraín y la igualdad para las minorías sexuales, o Axel Kaiser, que desea que "una filosofía genuinamente liberal" sea promovida con valentía en la esfera pública. Hay algunos que proponen en amplitud grandiosa -modernizar el Estado, abandonar el Chile "monocultural y monolingüe"... tareas mayores- y otros que saben que los cambios dependen de cosas tan urgentes como devolver a la docencia su valor y hacerla mejor remunerada (Carolina Schmidt).
Y junto a todo eso, la súplica de un niño, Andrés Pruzzo, que apunta con inocencia y sencillez: "Si los Centella volvieran a costar cien pesos... seríamos felices".
Curiosamente, ayer fue el Día Internacional de la Felicidad.