Nos ha llevado un largo tiempo como sociedad tomar conciencia de la necesidad de proteger el patrimonio arquitectónico construido. Somos un país acostumbrado a catástrofes que con regular frecuencia arrasan paisajes urbanos de excelente calidad, que toman generaciones en concretarse, pero desaparecen en un instante de horror. Es lo que llamo "la cultura de terremoto", que permite que vivamos resignados a la pérdida y que, aparentemente, nos hace valorar cualquier novedad, aunque sea de una calidad constructiva y estética muy inferior a aquello que reemplaza. Es la misma cultura de terremoto que también nos permite justificar operaciones inmobiliarias o de diseño urbano, amparadas en instrumentos de planificación absurdamente permisivos, que arrasan con valiosos edificios y paisajes con la misma fuerza de un cataclismo.
Todas las ciudades chilenas sufren este drama; en todas la ciudadanía se lamenta hasta el día de hoy por la pérdida de algún magnífico edificio -público o privado, monumental o pequeño- que era motivo de placer y orgullo, demolido con frecuencia sin más razón que la oportunidad de hacer un negocio entre particulares, pero sin que estos deban responder ante la ciudadanía por el perjuicio. Sin embargo, la ciudad es antes que nada un colectivo, y los bienes privados forman parte de un sistema de vida en que el interés común es mil veces más importante que el privado. Así lo comprenden las mejores ciudades del mundo, aquellas que admiramos por bellas, precisamente porque cuentan con reglas estrictas en defensa de sus paisajes urbanos logrados con responsabilidad y paciencia a lo largo de generaciones; reglas que se refieren tanto a la conservación de lo existente, como a las condiciones de diseño para lo nuevo.
Por estos días se debate el Plan Regulador Patrimonial de la comuna de Santiago, iniciativa pionera que propone amparar 186 inmuebles que poseen un alto valor arquitectónico y urbano. El plan intenta resguardar la integridad paisajística de ciertos barrios, lo que implica proteger su cultura y modo de vida. Cuando decimos "proteger", nos referimos a los embates de una industria inmobiliaria que, por lo general, busca apenas la máxima rentabilidad en el menor plazo posible, aplicando el modelo más repetido del mercado, pero sin el valor agregado de una arquitectura sensible, apropiada al entorno, generadora de ciudad exitosa, innovadora en sus propuestas. El Plan Regulador Patrimonial servirá para demostrar -en especial a sus detractores, que defienden una pretendida y mezquina libertad individual- que cuando los barrios se embellecen, cunde el orgullo, y cuando cunde el orgullo, mejora el diseño del entorno, incluidos espacio público y nuevas construcciones. Cuando esto ocurre, todas las propiedades, viejas o nuevas, se valorizan. Como en otras ciudades del mundo.