Nuestra vida está condenada a perderse. Quizás ni vale la pena hacerse cargo del asunto. Este cúmulo de tardes expandidas y de noches insomnes, al paso de los días, de las horas incluso, se va adelgazando en la conciencia hasta la extinción. La música que escuchamos ayer, las risas y las sonrisas, la bullanga de la televisión, el sonido del agua, el susurro de una acusación injusta, el roce de las sábanas, la luz de la calle a través de las cortinas: todo correspondió a un instante ya succionado por la nada.
Por algún motivo amo el mundo en que me tocó existir, o al menos siento por él un apego que me insta a vivir de aquí al día siguiente. Sé que las palabras pueden retener algo de la realidad fugitiva, como si el texto fuera un tamiz, un bastidor. Es por eso que escribo: para conjurar aquello que se va.
Alguna vez, mirando un jardín desde la ventana, vi a dos amigas trajinando las plantas -podaban o echaban fertilizantes- y recordé el comienzo de Habla, memoria , de Nabokov, donde se describe una película familiar filmada en la niñez del escritor. Ninguna de las personas registradas en la película había sobrevivido en la forma que mostraba esa específica conjunción de luz y de tiempo. Unas habían muerto, otras habían cambiado hasta lo irreconocible. Aquella vez observé a mis amigas como si estuviera ante una filmación del pasado, como si en la superficie cruda del presente se insinuara ya la cifra de lo perdido.
Todos los días siento que fracaso en mis propósitos literarios a instancias del sentido común, que nos impele a "dejar hacer y dejar pasar". Quisiera dar cuenta de todo cuanto experimento, pero temo que los requerimientos de tal actividad puedan transportarme en vilo a los indeseables dominios de la rayadura. Mi aprensión es quedar como aquella mujer norteamericana que, provista de una memoria hiperlúcida, no se conforma con recordar cada detalle de los hechos de su vida, sino que además los atesora en diarios de vida y en videos.
El viento sur ahora sacude el polvo de los árboles dorados, el sol de la tarde se disgrega en las murallas de los edificios. Persiste el espeso ajetreo de una tarde cualquiera, con su música de ciegos, toses, carraspeos, conversaciones dispersas, autos que aceleran, recuerdos que oscilan, interrupciones telefónicas, humo gris de cigarros en forma de broca subiendo hacia unos toldos verdes. El núcleo de la realidad es el viento de un otoño adelantado, que sentimos pasar por los antebrazos desnudos y por la nuca, y que arrastra por las cunetas papeles de helados y otros desechos hasta la zona en que la calle se pierde de vista, donde sabemos que hay una franja de pasto, unos senderos de gravilla, una ciclovía y la barrera de los deslindes del río sinuoso y torrentoso.