Un grabado (de 1829) de un tal George Cruikshank, que muestra en forma satírica a la ciudad de Londres avanzando hacia la campiña, eructando humos por las chimeneas y vomitando ladrillos desde las fábricas, además de desperdicios, destruyendo bosques (con sierras que se manejan solas), inspiró al prolífico historiador británico Arnold J. Toynbee a escribir un ensayo -con el título de esta columna- acerca de la historia y el futuro de la ciudad, ensayo tan ameno y erudito como amenazador, leído por mí, a principios de los 70, con una mezcla de avidez e ingenuidad. Sus poderosas imágenes dan vueltas hasta hoy en mi mente: la ciudad como una mancha voraz que absorbe lo que le da de comer.
Toynbee consideraba que la Revolución Industrial -fundamentalmente a raíz de la violenta inmigración de los campesinos a la ciudad- cambió la forma tradicional de ciudad compacta y densificada, sustituyéndola gradualmente por una dispersa, poco densificada y de crecimiento inorgánico. Las ciudades, primero las grandes capitales, se ponen en marcha, se desbordan y avanzan consumiendo las zonas rurales que las circundan. Plantea Toynbee: "Nuestros antepasados se habrían asombrado al ver las ciudades de sus descendientes -así como a sus habitantes- ponerse en marcha. No habrían podido soñar que un día la ciudad iba a romper su anillo de murallas y se volcaría hacia el campo, para devastarlo más concienzuda y perdurablemente de lo que había sido devastado por horda nómada alguna. Tampoco podrían soñar que, al mismo tiempo, las ciudades se devastarían a sí mismas, cambiando sus otrora sanos núcleos por barrios bajos, enfermizos, cuya dolencia sería tanto física como psicológica".
Tomando prestadas estas imágenes, podría decirse que la marcha de las ciudades en Chile es tremendamente veloz, casi una carrera, tanto que los intentos de contención de la autoridad llegan retrasados. Los planos reguladores son las nuevas murallas que las ciudades desbordan constantemente. Un ejemplo: cuando a fines de 2013 se aprobó el nuevo Plan Regulador Metropolitano de Santiago (se añadían cerca de 10 mil hectáreas de suelo agrícola a sus ya 70 mil hectáreas), el instrumento ya estaba obsoleto porque la ciudad, en los hechos, ya había superado esa meta 10 años antes. Así lo reveló recién una investigación elaborada por el Instituto de Estudios Urbanos y Territoriales de la UC que logró medir la verdadera superficie del Gran Santiago, y estableció que hasta el 2012 asciende a 85.899 hectáreas, 15 mil más de lo señalado por las estadísticas oficiales. Es fácil prever que en otras ciudades de la zona centro-sur ocurre un fenómeno semejante, si no peor. El diferencial entre las medidas oficiales y reales de la ciudad lo completan loteos y parcelaciones -un tema tristemente de moda, por cierto- formando una ciudad fronteriza a la ciudad, al anticiparse a su expansión. Es hora de, como lo han señalado distinguidos urbanistas, regular el desarrollo preurbano de esta ciudad, porque de otro modo el avance de la mancha puede hacer colapsar a la ciudad misma.