Viviendo prácticamente en su escenario, Lolla se me ha vuelto una suerte de pariente insufrible que nos visita una vez al año, pero a la que le he empezado a tomar algo así como cariño. Porque a pesar de preferir los parques destinados al ocio gratuito y dudar de la compatibilidad de estos eventos con la realidad de nuestros insuficientes jardines colectivos, debo reconocerle importantes méritos al festival.
Las 70 mil almas que tienen la posibilidad de costear la entrada disfrutan de una extraordinaria experiencia de cultura urbana. Lollapalooza es una marca reconocida, una concesión a largo plazo que en cada versión pone en juego su prestigio. Ello implica un sentido de responsabilidad con el lugar y una racionalidad que, a punta de repetición, puede aprender. Además, su vocación sustentable implica que se destinen importantes recursos intelectuales y monetarios a dar coherencia y contenido a ese discurso. El reciclaje del 40% de la basura producida y la compensación de su huella de carbono están en armónica sintonía con el sentido de un parque que nunca se ve tan limpio como después de las costosas campañas de aseo que compromete el evento.
Pero la ecuación de sustentabilidad queda incompleta cuando el compromiso con el espacio no teje redes sociales ni produce mejoras materiales. Sin procesos participativos, los vecinos no se involucran y se ven avasallados por los hechos consumados de un evento que no comprenden y que les transmite un sinfín de molestias. Por otra parte, sin ganancias para el espacio público, su secuestro por los privados se hace intragable. De la suculenta tarifa de arriendo, solo queda en el lugar una fracción que se diluye en los costos de un desganado mantenimiento que no logra sacar al parque de su precariedad. Si el festival actúa como una visita descomprometida, el espacio es solo una mera escenografía, un decorado verde permutable y transitorio. Para sostenerse de verdad hay que arraigarse en el suelo que se toca, tía Lolla.