Recuerdo, hace años, haber tomado un tren en la estación Victoria, en Londres. Sentado en una cabina del primer carro, observé al jefe de estación en el andén, con el silbato en la boca, y al maquinista asomado por la ventanilla de la locomotora. Ambos miraban atentos el reloj del andén; cuando el minutero llegó a la hora prevista, el jefe sopló el silbato y al mismo tiempo el tren se puso en movimiento.
La proverbial puntualidad inglesa tiene su origen en el sistema ferroviario de ese país, el más antiguo del mundo, desarrollado a partir de 1825 gracias al auge de las máquinas a vapor de la Revolución Industrial. La historia de la red ferroviaria británica, que ya hacia 1840 contaba con una vasta cobertura territorial, es la historia del tejido social de ese país, incluido su sentido de perfección y puntualidad. Y es que para que la intrincada red ferroviaria funcionara, era necesario que los trenes -que corrían por vías únicas- se cruzaran en determinadas estaciones con absoluta precisión en sus horarios, de manera de no chocar y hacer posibles los complejos trasbordos.
El telégrafo y las torres vigías de los guardagujas, con sus sistemas de señales de banderines y faroles, cumplían un rol importante, pero sin duda el pilar del sistema ferroviario era un reloj con la hora exacta. En una época en que un reloj de bolsillo era un lujo, la arquitectura ferroviaria incorporó el reloj como un elemento fundamental, coronando casi todas las estaciones del mundo, ya sea en elegantes torres (pienso en las modernas estaciones del puerto de Valparaíso y de Concepción) o en la clave misma de la gran bóveda, como en el caso de la Estación Central de Santiago.
Por supuesto que el reloj urbano precede largamente al ferrocarril. Las ciudades romanas tuvieron diales solares y calendarios en espacios públicos; las iglesias siempre cumplieron el rol de medir el tiempo a campanadas, con un objetivo más bien ritual; en el medioevo y en el renacimiento aparecieron ingenios maravillosos como símbolo de la prosperidad de los ayuntamientos: con autómatas, calendarios lunares y solares, y carillones, muchos preservados hasta hoy, como los de Venecia, Múnich y Praga.
En Chile tenemos venerables relojes urbanos, verdaderas joyas. Algunos asociados a iglesias, como el de la torre de San Francisco; o íconos republicanos, como el de la torre de la Escuela de Derecho de la Universidad de Chile, comandando la plaza Baquedano. El del torreón de la Real Audiencia, en la Plaza de Armas; el romántico reloj de flores de Viña del Mar; y el más parco, acaso el más efectivo: el cañón del cerro Santa Lucía.