La última edición de Viña terminó por confirmar que ese gran evento musical del verano que reunía a un país frente al televisor y cada año sembraba recuerdos en el inconsciente colectivo de generaciones ya no puede existir. Y no es que el Festival haya cambiado, la industria musical y Chile son los que han variado su forma de construir identidad.
Si comparamos la cantidad de "momentos Viña" del recuerdo que una y otra vez repitieron los programas satélites del evento, y proyectamos los que quedarán de este Festival, es difícil que la suma vaya más allá de la unidad.
Lo sucedido la noche de Cat Stevens no se puede comparar con nada más que haya acontecido en esta edición. Es solo con ese tipo de artistas -con toda la inmensidad que esa palabra encierra- que se podrá construir la historia futura de Viña de Mar.
Hoy ya no existe expectación por ver el desempeño de los animadores. Los cantantes de moda -fenómenos innegables como Romeo Santos y Ricardo Arjona- vienen año por medio y se repiten a lo largo de la temporada en otros escenarios del país. Los humoristas ya no tienen honor que defender, porque hasta los más queridos, como Dinamita Show, se plantan ante un agónico "Monstruo" sin rutina ni nada que temer. Para colmo, ya casi no queda canal sin festival de provincia que televisar en verano, y hasta el farandulero spin off que significó institucionalizar la elección de una reina se transformó en una repetición sin fin ni creatividad.
Y así los recuerdos van desapareciendo, a falta de intensidad, en cantidad. De los últimos años solo han sido memorables "31 minutos", quizás el dúo de Perales y Marc Anthony, Elton John, y el espectáculo sinfónico de Sting.
El futuro de Viña es, más que incierto, desafiante. Involucra para CHV no solo conseguir atraer a todos los que encarnen algo de lo que Cat Stevens logró esa última noche de Festival. Implica, en el fondo, saber leer la profundidad del alma de una audiencia país que tiende a la volatilidad.