No conozco historias de miedo más efectivas que las escuchadas cuando niño, casi siempre en circunstancias inquietantemente apropiadas: noches silenciosas de verano o tardes desapacibles de invierno, con inminencia de tormenta, como conviene al género. Otra situación que "llamaba" al relato de hechos escalofriantes eran los cortes generales de luz, cuando la oscuridad forzada ponía algo de incertidumbre en el espacio familiar. Este espacio parecía igualmente propicio: una casa del siglo XIX con techos muy altos, pasillos sellados, campanadas graves y recovecos sombríos y descascarados.
En estas ocasiones los auditores ponían una enorme voluntad de ser asustados. Las historias terroríficas que se repiten de familia en familia son, más que un modelo de relato, una especie de rito de iniciación. A edad temprana sentimos la necesidad de pasar por esa prueba del espíritu. Asomarnos al más allá, aunque sea fantasioso, nos devuelve una idea nítida de la realidad que habitamos o constituimos. La conciencia del entorno inmediato se despierta con extraño brillo cuando empollamos en la mente los siniestros episodios recién escuchados. Nos percibimos a nosotros mismos en la cama como en el centro de un mapa: el mapa de lo reconocible.
El que cuenta historias de terror sabe que debe lograr un efecto rápido en su público, por lo cual pone entre paréntesis su propio escepticismo. No caben, en su relato, las payasadas ni la ironía: tiene que actuar como si creyera totalmente en la verdad de los hechos expuestos. Esto es un pie forzado distintivo para todas las variantes de estos cuentos primordiales. Si una película de terror mostrara el revés de la trama, o fragmentos del making of , perdería parte sustancial de su naturaleza. De hecho, la manera habitual de lograr que los niños no se asusten con películas es precisamente desenmascararlas: estos son actores, ahí hay cámaras, esa calle siniestra es una escenografía, el que aquí ves como asesino en otra película hace de santo.
Mis personajes preferidos para la transferencia del miedo son los sicópatas. Ya no las ánimas en pena, que tienen suficientes problemas con su desmejorada condición, ni menos los zombis, tediosos y culturalmente sobrevalorados, sino aquellos hijos de vecino que portan en sus ojos la luz de lo ominoso: los individuos normales en extremo que en un momento se revelan como residentes de un más allá. El más allá mental, el más allá de las conexiones neuronales. Con una sonrisa fría, con una mueca, con una mirada fugaz dejan adivinar en su alma la presencia de un abismo cuyo fondo no logramos sondear.
Ahora pienso: si a un sicópata le tocara dirigir una película sobre su vida probablemente no resistiría la tentación de ironizar, de desarmar el flujo del relato, de confundir la ficción con la realidad, de aclarar malentendidos con nuevos malentendidos. Es decir, no podría dejar de manipular la buena fe de los espectadores.