Creo que era Armando Uribe el que sugería en una entrevista que la poesía era en Chile un auténtico desperdicio de cerebro. Los países serios dejan que se dediquen a escribir poemas los ilusos, los borrachos o los dandis que no tienen nada mejor que hacer. En Chile es un arte de clase media (con sus excepciones), que puede ser la llave de muchas otras puertas. Neruda dedicó sus últimos años a la política concreta, real y de partido, actuando en ella como cualquier cosa menos un poeta iluso. La inteligencia de Nicanor Parra aplicada a la construcción de puentes, las finanzas o la carrera espacial habría rendido sin duda frutos innegables. Algo parecido se podría decir de Gonzalo Rojas o el propio Armando Uribe.
La poesía ha sido en Chile una forma de milagro, pero también una forma de suicidio. Teófilo Cid sentado en el café Sao Paulo, refinado y nauseabundo, decidido a encontrar mal hasta lo que encontraba bien, es el monumento vivo de los que salieron de su provincia a ser poeta o nada más, y fueron nada más. Jorge Teillier, la única vez que atravesé la barrera de sus insoportables seguidores hablaba con perfecta suavidad del tema que parecía importarle más que cualquier leyenda y nostalgia por el sur mítico: la historia y geografía de Chile que estudió en el Pedagógico en los años 50. Lo que los fans querían de él no era su lucidez, sino la poesía-poética de su autodestrucción. Enrique Lihn o Braulio Arenas aprendieron amargamente que en Chile el poeta que no solo escribe versos, que escribe también novelas, cuentos, ensayos es mirado con desconfianza. Chile no quiere escritores sino poetas, poetas que vivan de la poesía, de esa que resulta para todos lógico que se reparta gratis en las estaciones de trenes, que se lea en los homenajes, que se bombardee desde las alturas, que esté en todas partes y en ninguna.
El que se dedica a la poesía en Chile sabe que tendrá antes de los cincuenta años que asistir a muchos entierros. Sabe también que tendrá que aguantar una marea sin fin de antologadores, dealers , de sableadores traducidos a todas las lenguas eslavas, de expertos en perder pensiones alimenticias y variados exhumadores de cadáveres. Donde hay dinero suele haber al lado miseria. Donde hay prestigio suele haber deformes. El joven que escribió a los diecisiete años un verso que conmovió a sus tías o a sus compañeras de curso se ve a sí mismo envejecer sin poder repetir el milagro. Tiende a pensar entonces que el milagro no existe. No hay cifras de venta, no hay premios (en la poesía los premios se consiguen tanto como se ganan), que zanje el debate. A los 100 años Nicanor Parra sigue sin poder dormirse en los laureles, alerta como a los veinte años de ese, de ese otro, y el de más allá.
¿Quién es poeta, quién no? Es la pregunta que se hacen los poetas cuando se juntan. Su gracia y su desgracia reside justamente en eso, en que importa más ahí aún Ser que Hacer. Es quizás también el secreto de por qué la anónima Lucila Godoy Alcayaga y el anónimo Neftalí Reyes escogieron la poesía para desembarcar en Santiago. Se rebelaron contra la obligación de hacer, impuesta a su clase, y le probaron a la autodenominada aristocracia de entonces que ellos también podían jugar en la más aristocratizante de las artes: la poesía. Se encontraron con un país que cuando habla canturrea sin saberlo, que escribe como los niños se ponen la ropa de los papás cuando estos se van. En esa provincia perdida que se hacía llamar Reyno en la colonia, ellos llegaron a reinar. La república de las letras chilena fue por su culpa a la vez proletaria y feudal.
¿Sigue siendo así? ¿Se volverá la poesía, como en Estados Unidos, un subproducto de la academia?, ¿se volverá la poesía ella también "profesional"?, ¿matará la poesía chilena el peso de esa tradición? Claudio Bertoni presenta una antología de poemas en una terraza llena a rebosar de gente. Mira como un niño en una pastelería las caras que le piden firmar. Mi vecino de oficina Raúl Zurita viaja a la India tres días para luego recibir un doctorado honoris causa en Alicante. Su poesía lleva treinta años ganándole a todas las sospechas de los humillados y ofendidos, logrando habitar al lector casi tanto como habita al propio Zurita.
Son los consagrados, son los innegables, pero tengo suficiente memoria para saber que no siempre fue así. Cuando en pocos años murieron Lihn, Teillier y Anguita no había nadie que no temiera que se había acabado el juego. Con otros jugadores, y otras reglas, el juego sigue. La poesía muere en cada entierro de un poeta que muere sin isapre, sin amigos, o con demasiados amigos que no saben qué hacer frente a la indiferencia de los que piensan en todas las cosas útiles a las que podría haber dedicado su tiempo el moribundo en vez de quitarle al abismo versos. La poesía muere con ellos, muere de verdad, y muere para siempre, pero de alguna manera siempre inesperada, siempre esperable, resucita.