Basta con leer los primeros capítulos de Hamaca para comprobar que su autora, Constanza Ternicier (1985), ha creado un discurso literario que logra imponer su identidad dentro del panorama que ofrecen las novelas de nuestras generaciones más jóvenes. Creo que desde la publicación de Mala onda no se había escuchado una voz tan visceralmente expresiva y honesta como la de Amparo, una niña de doce años que, según sus propias palabras, relata una historia que posee "un triste final feliz".
La novela comienza a fines de un verano que Amparo denomina "el verano de las preguntas". Durante ese tiempo se ha dedicado a la búsqueda de Consuelo, su madre, quien abandonó intempestivamente el hogar cuando su hija tenía siete años. Pero la misión de Amparo tiene un segundo propósito: recuperar a su padre, quien desde la partida de Consuelo se ha recluido en el mutismo y el aislamiento, abandonando a la niña al cuidado de dos mujeres que encarnan dos mundos sociales diferentes y distanciados: la abuela paterna y su criada Estela. El argumento de Hamaca recupera, pues, el motivo de la búsqueda de los progenitores que dominó buena parte de la novela chilena en los dos últimos decenios del siglo pasado, dando origen a la tendencia que Rodrigo Cánovas denominó "novela de los huérfanos". Pero el simbolismo de carácter social que otorgaba trascendencia al motivo ha desaparecido por completo de la novela de Constanza Ternicier. El empeño de Amparo posee una dimensión que no sobrepasa los límites de la experiencia individual. Desde las primeras páginas del texto se intuye que el cumplimiento de su propósito posee un valor iniciático de dimensiones privadas: su búsqueda es el umbral que deberá cruzar para dejar atrás su niñez e ingresar en la pubertad, pero es una transformación que tiene lugar en un espacio humano encerrado en los faldeos de la cordillera que ignora la diaria lucha por la subsistencia, que desconoce ideales trascendentes y cuyos personajes parecieran vivir solo para satisfacerse a sí mismos a través de comportamientos deschavetados, raves desenfrenadas, sexo, marihuana y anfetaminas. Su padre dedica sus días a armar puzles interminables; su abuela, "una vieja muy estilosa que se teñía las canas de morado" forma un grupo con tres amigas estrafalarias que en una grotesca iniciación emborrachan a Amparo hasta la inconsciencia; su vecina Rosario, de quince años, quien la pone en contacto con un grupo de adolescentes que al decir de Amparo solo saben de orgías, y, deambulando alrededor de todos ellos, Tristán, una especie de gurú enigmático y ambiguo, podólogo y proveedor de drogas, que posee la llave del enigma de la desaparición de Consuelo.
La personalidad que se dibuja en el discurso de Hamaca es, sin duda, el aspecto más sobresaliente de esta novela. El lector contempla el mundo de una niña de doce años a través de palabras que conservan la ingenuidad y la sinceridad expresiva, a veces rayana en la impudicia, de una infancia que comienza a difuminarse: su padre tiene "un poco de cara de chiste", los recuerdos de Amparo son "en alta definición y a todo color", las amigas de su abuela son "destartaladas" y "ridículas"; se pregunta "qué monos pinto yo en toda esta historia", y también declara que el semen debe saber a queso camembert. Pero esta asertividad establece un equilibrio inestable con las expresiones de una pubertad naciente que teme a su circunstancia inmediata, afirmando que "desde ese lado de la casa puedo ver todo lo que ocurre afuera estando adentro, protegida", o que no vislumbra la realidad oculta por las palabras de los adultos. Comprendemos entonces su desconfianza sobre la existencia de Dios, su confusión ante lo que es una persona, su convencimiento de que los héroes están pasados de moda o su radical escepticismo: "Nacemos y nos morimos solos. Nada que hacer, es una ley mundial".
Hamaca
Constanza Ternicier
Minimocomun Ediciones, Santiago, 2014, 231 páginas,
$10.000. Novela