Acabo de escribir el prólogo de un libro de crónicas que se publicará en Argentina. Estoy contenta, por un lado, porque existe la iniciativa editorial de reunir esta clase de textos. Pero estoy sorprendida, por otro, porque el libro no tiene firmas de mujeres, salvo la mía en la introducción. Y porque encima pone las historias que involucran a mujeres en el clásico apartado "historias de mujeres", acoplándose a una tendencia histórica e inoxidable: el universo editorial -o el Universo, a secas- tiene la costumbre de tematizar la inteligencia femenina, como si fuera un cuerpo homogéneo y claramente legislado que puede reunirse en antologías como "mujeres que lideran", "mujeres cuentistas", "mujeres políticas", "cronistas mujeres", "mujeres apasionadas" y un largo, extenuante etcétera.
Debe ser el calor: en verano todo me fastidia el doble. Debe ser la edad: este año cumplo cuarenta; quizás eso esté empezando a significar algo. Y debe ser, también, el azar: minutos después de haber terminado el prólogo -y poco antes de empezar esta columna- me llegó un mail tan ridículo que necesité sentarme a escribir algo como si éste -el espacio de escritura- fuera mi amuleto personal. El mail venía de un portal de compras que ofrecía "megaofertas" para el verano y que había pensado en los siguientes productos según el género. "Para él", tenía seis copas de cristal negro, un sillón de tipo ejecutivo y una mochila aventurera. Y "para ella", en cambio, tenía una bicicleta fija, una planchita para el pelo y un espejo con aumento. "Si llevás los tres productos te dan un cerebro de regalo", pensé, y fue entonces cuando me senté a escribir. Que es lo mismo que sentarme a pensar.
No sé bien qué significa "ser mujer". Hace tiempo me lo preguntaron en una entrevista y la respuesta, por correo, fue que "una mujer es su cuerpo, es el modo en que ella lee ese cuerpo, y es finalmente el resultado de toda una trama social que recae sobre ese cuerpo y le atribuye un destino y una serie de demandas y expectativas". Pero lo releo ahora y ni siquiera sé si eso esté bien. Ni siquiera sé si alcance. En este momento, cuando pienso en qué es una mujer, la imagen más inmediata que aparece se vincula con un recuerdo cercano. En octubre del año pasado hubo en Argentina un Encuentro Nacional de Mujeres. Se hizo en la provincia de Salta y, como todos los años, tuvo como objetivo que mujeres de todo el país se contactaran y debatieran en torno a temas y derechos que están "fuera de agenda" en el discurso cotidiano. El encuentro tiene historia. Surgió en 1986, durante la primavera democrática, y desde entonces viene creciendo hasta transformarse en aquello que se vio el pasado mes de octubre: una convención que reunió a 40 mil personas que durante dos días dieron una muestra interesante de un poder atávico, de una acerada fortaleza.
Durante el congreso, las mujeres durmieron de a decenas y en grandes galpones en los que había cuatro baños y ninguna ducha. Debatieron todas las iniciativas en asambleas que terminaban con un voto a mano alzada y, eventualmente, según los resultados, también a las piñas. Liberaron sus cuerpos y se pasearon por las calles sin sostén. Y dieron muestras, sobre todo, de que el tan mentado "encuentro" era, en realidad, un inmenso desencuentro: en el evento había militantes que respondían a facciones políticas, feministas radicales, mujeres muy pobres, maestras ingenuas que iban para conocer la provincia de Salta, mujeres dulces, mujeres secas y mujeres agresivas que llegaron a pintarle el ojo a un varón que las miró de más.
Lo maravilloso de todo eso, sin embargo, no eran los gestos folclóricos sino lo otro: la oportunidad de poner en acto, sin tanta sutileza -porque si no, parece que no se entiende- que somos todas distintas. Que no hay cuerpo que pueda nombrarnos como si fuéramos una clasificación en un catálogo de compras. Que es tan viable un encuentro de mujeres como uno de varones. Y que en ese desencuentro, finalmente, estamos librando la mejor batalla de igualdad de género de la que tengamos registro. Es por eso que ahora, febrero de 2015, cruzo los dedos y espero que este año que comienza nos encuentre a todas rematadamente atomizadas e inclasificables. He ahí, sospecho, la clave de la igualdad.