La ciencia va lentamente ayudando a la psicología. Ya sabemos, por ejemplo, que cada vez que nos criticamos secretamos sustancias que nos llevan a seguir por el depresivo camino de ir perdiendo energía y capacidad de cambio.
Tenemos muletillas, algunas que vienen de nuestra infancia, de las críticas más habituales de nuestros padres y profesores, y otras más recientes, que vienen de la comparación que hago yo con lo que debería ser o me gustaría ser.
Hay que hacer la diferencia entre la autocrítica que va seguida de un propósito y la inútil, estéril, autoflagelación. Por ejemplo, si me digo a mí misma/o que noto que mis compañeros de trabajo se agotan con mi perfeccionismo y lo viven como una lata más que como una ayuda, es sano a continuación decirme "Ok, yo voy a controlar eso" o "voy a pedir disculpas" o "voy a echar a la chacota mi propia perfección" o "voy a pedirles que no me permitan hacerlo cuando a ellos les molesta". Ahí hay futuro, esperanza, consideración, humor, voluntad. Pero si veinte días al mes me digo que en la oficina están distantes de mí, que nadie me respeta porque yo me encargo al final de que las cosas salgan bien, que me odio por ser así, que mi mamá me condenó obligándome a ser perfecta, etc. etc..., entonces estoy haciéndome un daño. Porque mi cerebro se hace adicto y después parar es muy difícil. Y peor aún, mi ánimo respecto de mi vida cotidiana va cambiando y se va oscureciendo lo que antes fue luminoso.
Los hombres, salvo los que están enfermos de algún cuadro compulsivo, son mucho menos autorecriminadores. A las mujeres nos ha dado por querer ser como hay que ser. ¿Quién invento que ese es el camino? ¿Quien definió cómo hay que ser?
No. Seamos como somos e intentemos cambiar con seriedad lo que nos hace sufrir. La queja es inútil y ahora sabemos que es, además, mala para la salud.