Las mujeres con frecuencia sienten que decir "no sé", o "capaz que me equivoque," o "tengo que pensar por qué lo hice" o "estoy confundida," es claudicar. No sabemos bien a qué, si es a nuestro poder, si es a nuestra inteligencia, si es a nuestro terror inconfesado de no ser suficientemente consideradas, o si es solo un hábito de hablar más de la cuenta.
El silencio, la duda, el reconocimiento de un error, es más bien un acto de fortaleza que de debilidad. Ninguna situación nos define por entero. Somos a veces medio lesas y a veces hasta brillantes; somos frágiles y aguantadoras; somos generosas y egoístas; somos inseguras y a la vez sabemos cuáles son nuestras fortalezas. En fin, como todos los seres humanos, somos y no somos a la vez. Pero nos hemos convertido en unas fieras de la argumentación. Y como tenemos una innata capacidad analítica y un muy buen manejo del lenguaje, nos lanzamos a argumentar, a intentar tener razón. Poco nos permitimos ser silenciosas o misteriosas o humildes. Tal vez porque sentimos que esos adjetivos definen a las mujeres de antes, cuando éramos personajes de segunda categoría.
Siempre que hacemos un cambio, lo hacemos exageradamente, como ensayando nuestra propia capacidad. Normal. Basta mirar a los adolescentes que para adquirir identidad tienen que masacrar lo aprendido. Y es razonable que las mujeres aún nos sintamos adolescentes en la historia, porque no hace mucho tiempo que nos convertimos en personas enteras.
Pero a la vez queremos relaciones de paz y de ternura genuinas. Queremos ser bondadosas y justas con los que queremos o conocemos.
Las que perdemos cuando nos parece que perder es un drama, una herida a quien queremos ser, somos nosotras. También los hombres están asustados. Todos lo estamos... un poco. Está bien hacerlo explícito, está bien el silencio o escuchar con apertura en vez de esgrimir argumentos inteligentes. Está bien no entender, está bien la humildad.
Porque antes que mujeres, somos seres humanos, hechos de materiales diversos.