El coro se está afinando para solicitar, de una vez por todas, la creación de una institucionalidad metropolitana que sea autoridad efectiva sobre los municipios de las grandes ciudades. Con ello se pretende coordinar una visión estructural de las acciones sobre la ciudad, evitando que cada feudo tome decisiones incoherentes. Del mismo modo, permitiría equilibrar uno de los peores males que nos aquejan: la injusta desigualdad espacial que solo amplifica las diferencias socioeconómicas. La mejoría que se produciría en esos temas es tan innegable como imprescindible.
Sin embargo, es necesario poner en discusión algunos efectos colaterales de centralizar la autoridad. Primero, a mayor escala de gobierno, menor contacto con la realidad del territorio. A menos que pensáramos en una estructura tan burocrática como poderosa, las decisiones perderían participación, y así como se ejecutaría en miras de un bien mayor, los "males menores" comenzarían a ser también de mayor envergadura. Hoy, prácticamente todo el capital de conocimiento de la realidad de las comunidades está acumulado en los municipios y su trabajo en terreno. Eso no puede perderse.
Por otra parte, si hoy podemos reconocer municipios emblemáticos para hacer carrera política y vemos las nefastas consecuencias que eso tiene para los vecinos, una Alcaldía Mayor sería el festín de oportunismos electorales. Si a eso sumamos instituciones volátiles, politizadas y periodos cortos de mandato; el presupuesto abultado y las amplias atribuciones que serían menester de la nueva autoridad, podrían traducirse en un gran desfile de obras grandilocuentes, miopes y populistas. No hay que olvidar que las políticas urbanas más relevantes son de muy largo plazo, silenciosas y de visibilidad borrosa. En los imprecisos momentos en que las mejores iniciativas se terminan por concretar, casi nunca hay alfombras rojas ni ceremonias de inauguración.
Si el superalcalde que buscamos solo viene a cortar cintas, entonces sí que no habrá quién pueda salvarnos.