Lo primero que supe de la señorita Laura es que había sido obesa. A principios del 2014 mi hijo llegó de la escuela con el cuento. Habían estado hablando de la "identidad" y todos mostraron la fotocopia de sus documentos, que previamente había sido pedida a los padres. Cuando le tocó a la señorita Laura, sacó su identificación y les mostró a los alumnos -entre otros datos- un retrato en el que su cuerpo de entonces triplicaba el tamaño del actual. Un nene que estaba sentado en primera fila vio la imagen a pocos centímetros de su nariz y dejó escapar un grito: "Ay, mamá". Acto seguido, todos se levantaron para ver de cerca. La señorita Laura no los detuvo. O mejor dicho, los detuvo de la mejor forma posible: hablando. Explicó que, efectivamente, había sido muy gorda. Y que en el año 2013 había tenido una cirugía de reducción de estómago que le había permitido bajar un buen puñado de tallas.
Me resultó admirable la naturalidad de la señorita Laura para hablar de sí misma. Admiré, también, su modo de respetar a los chicos en su sorpresa: los dejó expresarse. Y les dio una respuesta que permitió seguir con la clase. Y con la vida. "La señorita Laura fue muy gorda, después se operó y adelgazó", resumió Joaquín, mi hijo, cuando volvió del colegio. Y no volvió a hablar del tema.
Un rato después de la charla con mi hijo, busqué a la señorita Laura en internet. La encontré y vi que había sido obesa tiempo atrás. Pero después seguí mirando lo que el Facebook y sus configuraciones de privacidad me permitieron ver -gracias, Zuckerberg; perdón, Laura- y entonces supe que la señorita Laura estaba comprometida con las luchas de su gremio docente. Supe qué pensaba sobre los bombardeos en la Franja de Gaza. Supe que la preocupaban las desapariciones de mujeres en el norte argentino. Y entendí, en fin, que las cosas que enseñaba -multiplicar, dividir, entender los contenidos de un libro clásico de la literatura- era la punta de un iceberg porque la señorita Laura, aparentemente, era una mujer más grande de lo que parecía.
Las presunciones se confirmaron a lo largo del año. Durante el 2014, mi hijo entró en el baile que significa tener, como tantos otros nenes, una familia de padres separados, y la señorita Laura -por decirlo de un modo didáctico- nos acompañó en la pista y bailó con nosotros. Hubo mochilas más gordas (con ropa del día anterior adentro); hubo libros que a veces se olvidaban en una casa u otra; hubo llegadas tarde; y hubo toda una letra chica que no fue dramática, pero que exigió la comprensión y la paciencia de más de una persona. La señorita Laura siempre estuvo ahí, al otro lado del cuaderno de comunicaciones, con ese modo sobrio, libre de azúcares, que adoptan ciertas personas cuando sienten que llevan adelante una causa justa.
Yo tuve, a los diez años, una maestra así. Se llamaba Leonor y tenía el cabello corto y unos ojos azules que parecían pesar más que la cabeza entera. Lo bueno de Leonor, sin embargo, no era eso que se veía, sino la entrelínea en la que transcurría su vocación. Una mañana, por ejemplo, aprovechando que vivíamos bastante cerca, Leonor tocó el timbre de casa para hablar con mi mamá: quería anotarme en un concurso literario hecho por el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, y necesitaba su permiso. Era sábado. Mi vieja estaba en su trajín de madre sola, haciendo la limpieza general y haciendo números para llegar a fin de mes, así que abrió la puerta, escuchó a Leonor, le dio las gracias y -conmovida- la autorizó. Tiempo después saqué el segundo premio en el concurso y empecé a pensar que escribir era hermoso.
Para eso sirven las maestras. No sé bien qué significa "eso", pero lo relaciono con la palabra "vitalidad". Pienso en esto ahora, cuando miro hablar a la señorita Laura. Son los últimos días de diciembre, es la última reunión de padres, y ella se abanica con las manos a la vez que habla de lengua y matemáticas y solidaridad y compañerismo. Después, cierra el encuentro con un video hecho por ella, con palabras de Eduardo Galeano, que milagrosamente todos los nenes escuchan en silencio. "Mucha gente pequeña, en lugares pequeños, haciendo cosas pequeñas, puede cambiar el mundo", dice Galeano mientras van pasando fotos de la escuela, de los alumnos, de la señorita Laura con un gorro con forma de pastel durante una actividad relacionada con el libro "Alicia en el País de las Maravillas". Después repartió pruebas y boletines, y nos deseó un buen descanso. Y todos le deseamos lo mismo a ella. Es curioso: tiempo atrás, el gobierno de Cristina Kirchner criticó una huelga docente argumentando -con una contabilidad ridícula- que los maestros "trabajan cuatro horas y tienen tres meses de vacaciones". Sin embargo ahora, mientras abrazo a la señorita Laura, pienso que se merece todos los veranos del mundo. Desde hoy y hasta que sea vieja, y todos nosotros -alumnos incluidos- hayamos envejecido con ella.