La ciudad siempre ha sido el espacio de la celebración colectiva y parte del sentido de vivir aglomerados reside en el atractivo de la actividad humana. Si en nuestra cultura la Navidad es una fiesta de recogimiento doméstico, el Año Nuevo es su antítesis en el espacio público. La ciudad se vuelve una espectacular escenografía arquitectónica de luces, brillo y música; un gran salón democrático en donde, como dice la canción de Serrat, se olvida momentáneamente que cada uno es cada cual.
Por una noche se pueden mandar las miserias a dormir y hay derecho a ser superfluo. Mirando al mar, se olvida la pobreza de los cerros; mirando al cielo, se acalla con tronaduras a los agoreros del cotidiano. La catarsis pública en el espacio compartido es merecida, así como la invocación a la fantasía evanescente. Entre burbujas de champaña, chispas de fuegos de artificio y copos de confeti todos se figuran que viven en el lujo y la ciudad se ofrece generosa como un gran palacio gratuito.
Pero se trata de un palacio público. Se nota a la mañana siguiente, cuando se retoma la prosaica existencia y no hay ni pajes ni lacayos suficientes para recoger nuestros despojos. El sol del verano aplasta las cabezas enfiestadas, hay papel picado en el pasto, basura en el pavimento, botellas en la arena y un olor agrio en el ambiente. La irresponsabilidad en el uso del espacio colectivo nos pasa una boleta de náusea y fealdad. Acostumbrados a que alguien limpie por nosotros, vemos que nos hemos comportado como niñotes mimados y vulgares; como visitas acostumbradas a ser servidas, incapaces de colaborar en lo más mínimo. Coco Chanel decía con mucha elegancia que el lujo no es lo opuesto a la pobreza, sino que consiste en la ausencia de la vulgaridad. Ojalá pudiéramos celebrar con excepcionales maneras lujosas y recordar que en el palacio público de la ciudad los anfitriones somos todos.