Las fotografías no bastan para hacernos una idea de cómo era la vida en el pasado más o menos reciente. Es cierto que informan la realidad de un modo extraordinariamente eficaz, pero dejan a nuestra curiosidad suspendida en un punto específico: un ademán pasajero, el ángulo de la sombra de unos árboles, el letrero pintado y ostentoso de un emporio. Al observarlas nos sobreviene una ansiedad de saber qué hay más allá, qué pasó después, cómo hablaban los tipos congregados en una esquina, aquellos hombres sin edad que miran al lente como si estuvieran atrincherados en el tiempo.
Es posible que sea esta incompletitud el núcleo del efecto abismante de las viejas fotos, que se nos aparecen como una incursión relámpago en aquel sustrato de la realidad al que nos está vedado acceder. Es por eso también, como especulan los semiólogos, que la imagen se completa con el texto que detalla lo que en ella no está.
Dentro de cien años ignorarán sin duda cómo era el tono de nuestra vida. Para nosotros mismos es difícil sintetizar esta categoría en un formato conceptual. ¿Qué decir del presente? No se me ocurriría cómo calificar mi propia época. Lo único que puedo hacer es registrar hechos, mientras más insignificantes, mejor.
La insignificancia es lo que se pierde en el cambio de folio de los días y de las décadas. Los buenos memorialistas y los buenos narradores no conciben sus relatos con independencia de los hechos mínimos, de los fragmentos de hechos. En este sentido, el pelambre sería una forma aventajada de relato. Despojado de su intención aviesa, un pelambre es un modelo de relato en la medida en que estructuralmente incorpora detalles reveladores.
Todo esto lo pienso en relación con un libro maravilloso: Un veterano de tres guerras , de José Miguel Varela. Se trata de recuerdos dispersos, a veces orales, a veces procedentes de diarios de campaña, de un abogado-militar que en la segunda mitad del siglo XIX participó activamente en fatigosos, fragorosos y épicos sucesos: la Guerra del Pacífico, la pacificación de La Araucanía, la Revolución del 91. Guillermo Parvex, heredero de los manuscritos, le dio un orden general a estas memorias.
Escribo desde el entusiasmo total. Al margen del interés histórico, lo que me cautivó de este libro es la posibilidad impensada de ingresar al Chile decimonónico con una sensación de vívido onirismo. La mirada de Varela no desdeña jamás el escenario en que suceden las cosas: la textura, el color, la atmósfera, todos aquellos elementos que constituyen la evanescente realidad.
Varela pertenece en cierto modo a la raza del chileno aventurero, de la que fue epítome Pérez Rosales, dejando siempre la impresión de que en su caso la aventura llegó a través del deber. Las imágenes y episodios atesorables de este libro son muchas: batallas sangrientas en el polvo extranjero, emboscadas en bosques vírgenes, infinitos viajes a caballo y en tren, calles de Santiago, el primer teléfono, las primeras bicicletas, los primeros automóviles. Las celebraciones del Centenario en Santiago las relata con un increíble sesgo de simultaneidad: en un momento pareciera que estuviéramos percibiendo la fiesta en cada barrio de la ciudad.