La Basílica del Salvador fue el templo que vino a reemplazar a la desafortunada Iglesia de la Compañía. A pesar de que el Arzobispado ordenó su construcción en 1864, al año siguiente del incendio, por distintas razones solo se logró iniciar la obra una década después. Fue también por entonces, el 8 de diciembre de 1873, cuando las campanas de todas las iglesias de Santiago repicaron mientras se inauguraba el memorial de la tragedia junto al Congreso. La dolorida escultura de Carriere-Belleuze que parece interpelar a los cielos por tan fatídico destino, fue luego sustituida por una más recatada y se trasladó a la plaza de acceso al Cementerio, sobre la fosa común en donde las víctimas hoy duermen en el olvido.
La Basílica del Salvador estuvo cincuenta años en proceso de construcción y solo tuvo otro medio siglo de relativa calma. El terremoto de 1985 provocó importantes derrumbes y fracturó gravemente su estructura. Mientras pacientemente esperaba atención, apuntalada y maltrecha recibió el terremoto de 2010. Como una herida abierta, estigma de nuestro descuido, hoy se cae a pedazos sobre sus desesperados vecinos.
Pero por fortuna -y al menos en el papel- para las lastimeras ruinas neogóticas hay proyectos de restauración que no escatiman en esfuerzos e imaginación para ponerlas en pie otra vez. Una estructura provisoria evitará que se siga derrumbando mientras se efectúan los estudios y obras de una completa reparación, como nunca se ha llevado a cabo con otro monumento en nuestro país.
Paradójicamente, hace un siglo y medio la sociedad bregó por derribar los estoicos muros de la Compañía y borrar así el dolor de la tragedia; mientras que hoy, no con menos energía, se lucha por salvar los restos de su malograda sucesora. Testigos silenciosos, en algunos muros habita la memoria. No es la lógica pragmática la que determina entonces su destino, sino lo que simbólicamente queremos hacer con el pasado, así nos sirva para rabiosamente sepultarlo o para enmendar el abandono.