La mala racha ha sido impresionante: se derrumban las expectativas, salta el dólar, languidece la bolsa, suman ahora 79 mil millones de dólares las inversiones detenidas, caen en 29% las ventas de automóviles. En medio de todo ello, dos noticias alentadoras han pasado casi desapercibidas: la principal clasificadora internacional de riesgos mantuvo estable la buena nota de Chile y el país colocó exitosamente bonos por más de US$ 2.000 millones en el exterior. Pese a todo, seguimos despertando confianza.
Lo que vale son nuestras instituciones: gobiernos democráticos que funcionan bajo el imperio de la ley, propiedad privada, mercados libres y abiertos, estabilidad económica resguardada. Mientras ellas no sean desvirtuadas, los inversionistas de largo plazo miran con serenidad el acontecer económico y político.
Una de nuestras instituciones clave acaba de celebrar su cumpleaños número 25: la autonomía del Banco Central. Su ley orgánica -en cuya elaboración me tocó participar-, además de establecer las bases para la plena libertad cambiaria, le confirió el rol de centinela de la estabilidad. Ello impide que mediante controles de cambio o políticas expansivas se postergue la hora de la verdad, como ha ocurrido -por ejemplo- en Argentina o Venezuela. Si las malas señales de política económica frenan el crecimiento económico o elevan los costos, el Banco Central cuenta solo con un limitado espacio para estimular la demanda con rebajas de intereses, porque debe mantener una inflación baja. La política fiscal puede tornarse contracíclica, pero la ampliación del déficit presupuestario causa un contraproducente aumento del "riesgo país" y el costo del crédito. El alza del dólar recoge con prontitud cualquier exceso de aceleración monetaria o fiscal, y no tarda en hacerse sentir sobre el IPC. El Banco Central cuida celosamente su reputación porque sabe que sin ella su capacidad para influir positivamente sobre la marcha de la economía se haría nula.
En una economía abierta y con estabilidad monetaria, las políticas que desalientan el crecimiento revelan con nitidez a la ciudadanía sus indeseables efectos. Ella hace sentir su malestar a través de encuestas o votaciones y obliga a los gobiernos a buscar un camino mejor. Es, por ejemplo, lo que en estos días intenta el gobierno socialista de Francia, promoviendo una suerte de "impulso competitivo" para destrabar la inversión y el empleo. En Chile, debemos asegurar que las reformas electorales y constitucionales que se discuten no amenacen las instituciones sobre las que se funda la confianza.